Sus muertos
La muerte siempre sorprende en su llegada. Al que le toca apenas se da cuenta, imagino que la famosa luz no existe, que las lagrimas no salen y que hay mucho dolor y a tomar por culo. Sin embargo a los que nos quedamos, siempre nos cae alguna gota... Otro irremediable tópico relacionado con el tema: a más mayores somos, más muertos en la triste lista de nuestra memoria, mejor describe esto Julio Cortázar al escribir que más allá de los cincuenta años empezamos a morirnos poco a poco en otras muertes. Unas veces sin esperarlo, otras lo veíamos venir, quizá luchando con enfermedades o también los malos hábitos en nuestra vida, transmisiones genéticas, mal humor, preocupaciones. De hostias en vehículos la muerte sabe mucho, de accidentes laborales, de suicidios. Se las sabe todas. La muerte siempre va arando la tierra, a su ritmo, y las penas, penitas, penas, ocurren aunque no pongas la tele y no las veas. Querido Julio, a los cincuenta años debe ser ya la hostia mirar a nuestros muertos.
El otro lunes subía a la parada del bus del pueblo, era temprano en la mañana, Febrero. La gente se dejaba caer de a poco y no muchos, traían el frío en sus abrigos y el sueño en sus ojos. Como no suelo madrugar, cuando lo hago disfruto plenamente del espectáculo. Suco, mi vecino, subió con el goteo, venía flaco y desencajado. Así se ha pasado los dos últimos meses, con el aspecto que muestra una candela al día siguiente de su arranque. Era de los pocos que parecía ir sin frío, sin sueño, los ojos muy abiertos y más hundidos, sin dinero y sin pereza, creo que el único ¿Donde vas tan temprano?
Iba al tanatorio. Su chavala, la Angie, había palmado ese fin de semana. Lo dijo sin más, sin el tono sentido o profundo que se espera en este tipo de noticias, que suelen servirse con guarnición de ruinoso gesto. Se sobó mientras conducía y un camión se la tragó, estaba tomando muchas pastillas, una medicación severa. Mi vecino no tenía aún la blandengue pena que se queda en la expresión cuando la muerte llega, más bien lo contrario, tenía dureza en las arrugas de su flaco careto, a la muerte no le había dado realmente tiempo a hundirle el rostro en el inútil fango de la pena, pero lo hará, al tiempo.
Llevaban una temporada separadillos, con una crisis de pareja. Ella iba y venía mientras que a él se le veía poco fuera de casa, a lo sumo le escuchaba silbar a sus perros por la noche, para que se recogiesen. Al ser vecino suyo me había tragado sin quererlo parte de sus movidas: los golpes, voces y algún cristal roto, eso cuando se enfadaban, porque sino allí estaban Kiko Veneno o Triana sonando en el jardín para las mañanas de amor y sol. Habitualmente no me gustan los vecinos, pero con estos había buen rollo, quizá porque a ellos tampoco les gustan nada los vecinos.
Antes de la navidad habían tratado de limpiarse de una vez por todas. Me había contado Angie que ambos ya estaban cansados de arrastrar su civilizada adicción, en otro tiempo huracán desbocado de aguja y heroína. Tenían el plan trazado de mutuo acuerdo, uno iría al tratamiento primero y la otra después. Así lo hicieron, Suco marchó un buen día sin hacer nada de ruido. A los quince días de su voluntario viaje a la habitación de algún centro de ayuda al toxicómano llegó una carta al buzón. Como lo compartimos, no pude evitar leer una nota que Suco había escrito en el sobre, decía: date prisa cartero, que esta carta es para la mujer que más quiero. Dejé la carta en su sitio, se quedó allí dos días más sin que nadie la recogiese. Enternecedora poesía que me hizo pensar que la cosa iba bien, aunque Angie tardó en abrirla. Luego la tocó a ella partir camino a la teórica vida sana que imparte la seguridad social, y desapareció una temporada. Suco estaba muy activo en esos días de soledad e incipiente vida sana, serían los efectos de la medicación o querer reordenar definitivamente su vida y su jardín, no sé, pero no paraba de hacer cosas. Le veía desde mi ventana.
Al poco de venir del hospital, una mañana que Angie me pidió papel de fumar, me contó bastante molesta que él se estaba poniendo otra vez.
Angie tenía el sida desde hacía tiempo pero apenas se le manifestaba. Ella se había quitado de verdad esta vez, decía, para poder ver a su niña, que ya tenía casi diez años, crecidos a golpe de orfanato, porque la tutela no era suya desde hacía ese tiempo. La pequeña también era portadora de los bichos, nació con ellos. Así que Angie había empezado a mear en un bote desde su desenganche. Voluntariamente había estado ingresada con el fin de demostrar que era una madre responsable con capacidad para poder ver a su hija una vez al mes, que es lo que la tocaba si era buena. Su meado en un bote era la prueba que el estado exigía. Así sería el proceso, hasta que un buen día se pudiese hacer cargo de ella.
Angie tenía carácter y nombre roquero donde los haya, tenía dos ojos claros y profundos, aunque uno no funcionaba y te miraba así, muerto, pero más azul e inquietante que el otro, el que funcionaba. Luchaba por tratar de no ponerse, quizá poco, o mucho, quién sabe.
Mi vecino, su chaval, Suco, también tiene el bicho y se pone y lucha por no hacerlo. Me dice, antes de que haga su entrada en el pueblo el autobús de línea, que nadie reclamó el cuerpo de su chica en todo el fin de semana, que le habían avisado el domingo pero que era tarde y ya no salían buses a la ciudad y que bajaba al tanatorio este lunes tan frío, que haber que decía el médico forense: o accidente o suicidio o negligencia o quién coño sabe. Esos secretos que uno se lleva a la tumba o ese camello que da el empujoncito, o ese tratamiento antiansiolitico para elefantes, todo el muerto en manos del forense. Aún no había ocurrido para Suco aquella muerte, o quizá le había ocurrido tantas veces que ya no le hacía el mínimo daño. No mostraba sentimiento alguno, nada perturbado.
La muerte no para de pasar su rastrillo por la tierra, no para de separar paja de grano, con su tridente, lanzándonos una y otra vez al cielo para finalmente caer al suelo de los vivos o irnos en el aire, volando, para volver nuevamente a otro montón, el montón de los muertos. Como este autobús verde que se lleva a la peña a la ciudad, unos arriba, otros abajo y vuelta al principio. Cierra la puerta y se pira.
Juanito murió en las escaleras de la puerta del Bowie, un bar del barrio, de farloperos, de los que más tarde cierra y donde la música solo es excusa para que no se escuche el lamento de la clientela que entona el bucleado estribillo del dame una última copa, ponme una última raya, dame un primer beso. Yo no estaba allí cuando ocurrió. Me contaron que fue una bronca tonta en la calle, en la puerta del garito, a última hora de la noche, un mal golpe con el escalón en la cabeza y fuera de juego. Juanito era pequeño y su cuerpo no era el de un gimnasta. Juanito era pequeño pero mayor que yo, más de cuarenta. Juanito tenía los días contados desde hacía años, también tenía el sida y luchaba a su manera por llevarlo, simplemente eso, no tenía otra. Tenía épocas que se desbocaba, muchas, seguro que no le sentaba bien para lo suyo el ponerse guarro, pero seguro que tampoco le sentaba bien el irse cada mañana a Merca Madrid a descargar camiones de fruta para sacarse pasta. Juanito vivía con su madre, que ya sabía de las andanzas de su pequeño. Creo que Juanito era de una quinta parecida a la de Angie, estoy seguro. El caballo había golpeado duro cuando ellos tenían de dieciséis a veinte años, compartían todo al principio y todo compartieron al final.
Juanito se hinchaba o deshinchaba según la medicación que le pusiesen en el hospital. Se la cambiaban según avanzaba la ciencia y la convertían en pastillitas. Cuando él se desmandaba harto de la ciencia, en brazos de la medicación que a él le gustaba, estaba muy bien, más flaco, pero bien. Pero claro, esos pasotes químicos le pasaban una factura mucho más fuerte que a ti o a mi. Cuestión de defensas. Alternaba con cierta rutina la medicación de hospital, el tratamiento del suyo, el cambio de tratamiento médico, más medicina de la suya, y así por meses.
Fuimos al entierro de Juanito unos seis u ocho del barrio, en el cementerio de La Almudena. Juanito me contó una vez que en las noches más calurosas del verano se podían ver los fuegos fatuos de los muertos en este tremendo cementerio madrileño, que él había visto esas ánimas al pasar en coche desde la carretera que transcurre al otro lado de la valla de ladrillos que acota al camposanto. Juanito había visto y hecho muchas cosas y otras se las habían contado y ya eran suyas y por tanto las había hecho y en consecuencia las contaba.
Estaban también en el entierro la madre y los hermanos y algunos familiares más. Lloraban y lloraban pidiendo al cielo alguna explicación, la piel reblandecida por tanto llorar. Más practico un hermano, que en vez de preguntar a dios, nos decía que si sabíamos algo de quién había sido el de la pelea, elucubrando una venganza. Llegó el enterrador, metió al Juanito en el nicho y se acabó su trabajo. Otra plañidera aguardaba un poco más allá despidiendo a otro y esperando turno para poner cemento y ladrillos de por medio. Nosotros habíamos puesto un casete a pilas en el suelo y cuando terminó el lamento familiar le dimos al play. En el barrio rezamos así. Sonó durante breves segundos una canción suya, el "abuelito", Juanito cantando con los Huevos Canos. Se paró de pronto, la cinta no corría. Mierda, pensé, este Juanito, hasta muerto tiene que hacer este tipo de cosas. Media vuelta a la cinta, un par de golpes al loro y la otra canción de Juanito. Esta sí: “hay gran expectación, en este alcantarillado, hay una reunión, entre ratas y gatos, debatimos la cuestión, orden del día hacer un alto, estudiar la situación y atraco al supermercado”. ¡Que os den por culo, muertos de asco! Pensé que pensaría Juanito, que odiaba convencidamente la religión y que miraba a la muerte sin temor. Esta es la que prefería y esta sonó.
Algunos canturreamos encima, para nosotros, bajito, otros lloraban, le dejaron unas flores. Juanito cantaba desde el desvencijado loro a pilas, entre los cachitos de cromo y hierro. La familia nos miraba en silencio, creo que la madre estaba orgullosa en cierto modo porque hubiésemos venido a darle el último adiós a su hijo, aunque nuestras formas no fuesen cristianas. Tampoco se podía agarrar a otra cosa en su particular naufragio emocional. Terminó la canción, nos dimos mutuamente una lánguida despedida y los del barrio nos piramos al Stop, el bar del barrio, a tomar unos botellines y fumar a la salud del ausente.
Tocar con Juanito en Huevos Canos era una odisea. Fuese ensayo o directo siempre le perseguía una ruidera de malos circuitos, soldaduras mal hechas, cables machacados, pilas gastadas, jacks torcidos o transformadores a punto de petar. En ocasiones compartíamos guitarra porque su escombrera no respondía y cuando llegaba mi turno, no me la dejaba. Le decía: Juanito, esta es la mía. Me hacía un guiño picarillo y descarado, como diciéndome, ¿me dejas tocar esta aunque sea por esta vez? Pero sin interrogaciones. Algunas veces se la dejaba, otras no. Juanito me provocaba en esas ocasiones lástima, por que se iba a morir por lo del bicho, claro que otras veces, como cuando se metía su loncha y otra por la cara de una ronda, pues no tanta lástima.
La muerte no sorprendió a Angie y Juanito, se adelantó, estaba al acecho con ellos y los atrapó con el rastrillo antes de tiempo, del tiempo contado que les quedaba. Nosotros aquí seguiremos, atentos al rastrillo que se balancea sobre nuestras cabezotas. A mi, ponedme también una canción alegre cuando deis al play, que a las flores las tengo alergia.
Kike Turrón
Del libro de relatos "Al domador se lo tragaron las fieras"
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