El escriba, de Robert y Shana ParkeHarrison

El escriba, de  Robert y Shana ParkeHarrison
"Un libro debería ser un hacha para romper el mar congelado en nuestro interior" "¿Por qué la gente del futuro se molestaría en leer el libro que escribes si no les habla personalmente, si no les ayuda a encontrar significado a su vida?" J.M. COETZEE ("VERANO")

30/12/14

Lecturas 2014

Más un buen puñado de proyectos literarios de amigos que ya han sido o están siendo o van a ser editados.

Gracias a todos por las horas de satisfacción. 

19/12/14

"Como un canto rodado" (El Laberinto de Noé, Ed. la Tierra Hoy, 2008)



Recupero uno de los cuentos de El Laberinto de Noé
La gran noticia es que en primavera de 2015 por fin se publicará uno de mis libros de relatos.
El primero de una trilogía.












Como un canto rodado




No conocí a mi padre. Se marchó de casa cuando era pequeño. Ella decía: “Aquel cabrón dijo que iba a echar gasolina al coche, y no regresó. Hijoputa”. Así que, al principio, mi padre era para mí el diablo. Ella no se cansaba de montar el espectáculo a todos los que llegaban a casa agarrados de su cadera. Ponía voz de niña traviesa y me susurraba: “Chiquí, dile al tío Tal o Cual, cómo era papá”. Y yo decía: “El puto diablo”. Y ellos reían a carcajadas antes de meterse a jadear a la habitación. Luego no. Luego se va uno dando cuenta de las cosas y lo que piensa es que no sabe cómo pudo mi padre casarse con alguien como mi madre. Ya ve. Cosas de la vida. No, gracias, no fumo. Donde vaya me irá bien. Yo tardé también poco en marcharme de allí. A la primera hostia que me soltó uno de aquellos tíos. Tenía pretensiones de apoderamiento del hogar. Mamá parecía soportarlo. Le quemé el coche y desaparecí. Luego me dio por pensar. Tenía la obsesión de conocer a mi padre. De alguna manera me identificaba con él. Oí a alguien en la cantina decir que lo había visto en Barcelona, que había montado un negocio. Seguí su rastro, pero Barcelona es muy grande para ir preguntando por uno de Vallecas que hace quince años llegó allí y montó no sé qué. Pero, sabe, la vida te sorprende. Conocí a una chica que trabajaba en la Seguridad Social. A los tres meses de vivir juntos me preguntó por mi familia. Yo no sé mentir. Me dijo que con el nombre completo podría sacar alguna información de Catty, el ordenador central del I.N.S.S. Salió que sí: autónomo, sector hostelería, Balmes 13. Nos acercamos allí. Era un restaurante. Parecía pequeño, pero era precioso, con una puerta metálica como de submarino, con su manivela y todo, y dos ojos de buey de latón centelleante por ventanas. No me atreví a entrar ese día. Por las tardes, a la salida del trabajo en una imprenta, procuraba caminar por las calles de Barcelona. Ya sabe, me gusta deambular por ahí. Mis pies me llevaban siempre allí. Me quedaba observando en la acera de enfrente. Parecía un sitio familiar, de barrio, normal. Sólo comidas y cenas. No debía de haber barra de bar. Alguna vez quise ver algo por el cristal de aquellos aros dorados, pero ninguno de los hombres que vi me pareció que podría ser mi padre. Un día, a media mañana me entregaron un sobre con una nota: estaba despedido. Con la liquidación en  el bolsillo, mis pasos me llevaron de nuevo ante aquella puerta acorazada. No lo pensé más y entré. Me senté al fondo, en una mesa junto a una pecera enorme que hacía de biombo. Estaba llena de peces de colores con reflejos plateados y de plantas que se mecían con el aleteo de los peces. Diez o doce mesas. Alguna pareja comiendo. Un camarero me entregó la carta. La especialidad de la casa eran los arroces (mínimo dos personas). Pedí un arroz a banda para dos, y una botella de espumoso bien fría. Cuando se acercó el camarero con la bebida, le pregunté por él. Me miró extrañado, como si fuese imposible que yo le conociese de algo. “Vendrá más tarde”, me dijo. Devoré aquel arroz, y pedí otra botella de espumoso. Volví a preguntar al camarero. Me dijo que todavía no había venido. Dos cafés y un güisqui más tarde, una pantera dorada se acercó hasta mí. Que si era yo el que había preguntado por el dueño del local, me dijo aquel cuerpo de escándalo. Cuando le dije que sí me miró haciéndome una radiografía. “¿Por qué quieres hablar con él?”. Le dije a aquella amazona que no era su problema, que se trataba de algo personal. “En tal caso”, me dijo, “no puedo ayudarle. Murió hace algún tiempo”. Me quedé perplejo. No lo podía creer. Ella debió observar mi turbación. Volvió a preguntarme por el motivo de mi búsqueda, esta vez dulcificando la voz. Tenía los ojos centelleantes y unas pestañas negras y largas, como las muñecas. Tenía la piel morena de rayos uva y los pómulos sonrosados, como las muñecas. Tenía unos enormes pendientes con zarcillos de oro y filigranas de fruta tropical, como las muñecas. Tenía una boca grande y muy pintada, de un rojo bestial, como las muñecas. Y tenía nuez. Soy su hijo, susurré espantado, intentando digerir lo que me llegaba a la cabeza. Sonrió. Yo soy tu padre, dijo. Y él, ahora ella, me abrazó. Así son las cosas, la vida no deja de sorprenderte. No, gracias, no fumo. Aquella misma noche cogí un tren hacia Europa. No, no huía de mi padre, no estaba escandalizado, simplemente busqué otro objetivo en mi vida. Estuve tres años vagabundeando hasta que llegué aquí. Me gustó. Julie, digo. Nos casamos un mes después de conocernos. Ya ve, casado. Yo era el primer sorprendido. Sentía que algo en mi interior se había calmado en aquella casa junto al Donau, frente al tren de la Ragetzky Platz. Algo de paz en mi espíritu inquieto. La serenidad del hogar. Alguna vez pensé volver a España. Incluso tenía el teléfono del restaurante, pero sentía que el hilo que me había unido allí ya no existía. Lo que pasa es que no sirvo para el sedentarismo. No va conmigo. Estos días de invierno, ya sabe, la noche a media tarde, la gente en sus casas. Recogí a los chicos en la clase de natación. La calle estaba desierta. Se oía el eco de nuestras pisadas. Los dejé en casa. Julie estaba preparando algo de cena. “Voy a dar una vuelta”, le dije. Y comencé a andar, como en algunas ocasiones, por Viena. Aquel autobús ponía “sígueme” bajo el dibujo de un cometa amarillo. Se estaba a gusto dentro. La ciudad se perdía tras de mí, todas aquellas luces naranjas, abajo, en el valle. El bosque olía de un modo especial. Un rumor interno acudía a  mi cerebro, una inquietud efervescente, algo primitivo. La vida es así, sabe. Sí, aquí está bien. Gracias. Oiga, aquella carretera, ¿adónde lleva? Bueno, déjelo, en realidad, no me preocupa en absoluto dónde ir. Siempre he pensado que no se trata de llegar, sino de hacer el camino.

El laberinto de Noé (La Tierra Hoy, 2008). ISBN 978-84-96182-43-1

15/12/14

"Ardimiento" en el blog de Kebran


Collage de Quino Romero para "Ardimiento" (serie Prehistoria)



Kebran habla de poemas-vida, y eso es mucho, porque es la verdad y porque a él le ha llegado así, lo que hace que me dé por satisfecho.

Reseña completa aquí

10/12/14

Presentación del nuevo Vinalia Trippers en Madrid

El viernes 12 de diciembre se presenta Duelo al sol, el nuevo ejemplar de la revista Vinalia Trippers, dedicado al salvaje oeste. 



La tripulación, como siempre, es de lujo:



Y acompañada de Deseo de ser piel roja, un especial poemario del POEMASH.



Será una fiesta. Os esperamos.

2/12/14

GENTE SIMPÁTICA en MONDO SONORO


Aprovechando esta reseña de Santos Perandones (¡GRACIAS!) os dejo con el comienzo de uno de los relatos que se publicaron en Simpatía por el relato. Cuentos escritos por rockeros. Se trata de "El bombo", de Josu Arteaga. Yo no me canso de leerlo.


El bombo

Siempre lo tuvimos claro. El bombo de la batería es el corazón de una banda. El bombo es el latido. El bombeo de energía. No puede haber una gran banda con un batera mediocre. Con un bombo de pichiglás. El guitarra es el que se queda con las pavas. El onanista del mástil. El cantante es la estrella de colores bajo los focos. El que contesta las entrevistas. El que dice las gilipolleces que todos ríen. El que folla. El bajo sólo es una sombra. La sombra del bombo. Lo acompaña y arropa pero no hay otro latido que el del bombo.
Cualquiera que supure rock por su pellejo, sabe lo que digo. El batería es el fusilero que toda banda de rokanrol necesita para cubrirse los flancos. Atrincherado tras chapas y timbales. Casi nadie se fija en el. Pero el y su manera de darle al pedal, son el espinazo del rock.

Éramos dos bandas. Ensayábamos en el mismo local. Ellos se bautizaron una noche de delirio etílico. Los Imbéciles. Siempre me pareció que merecían de veras ese nombre. Los respeté por ello. Por tener cojones de llamarse así. Estoy cansado de ver nombres pretenciosos. Si eres un puto débil mental no te llames: Los Sublevados. Si eres delineante, ingeniero o funcionario de diputación, no te llames: Brigada Proletaria. Si vas a dejar un bolo por ir a una comunión de un primo de Segovia, no tengas los cojones de llamarte: Black priest of Satan.
Estos por lo menos, se llamaban lo que eran y eran lo que se llamaban. Además pagaban su parte del alquiler, no coincidíamos a las mismas horas y no enguarraban el local con litronas, papeo del chino, ni cajas grasientas de pizzas. Así que nos caían bien.
Nuestro batera era una pantera. Poesía en movimiento. Un economista de la energía. Nadie en los contornos hacía sonar la batera como él. Manejaba bien el chaston. No abusaba de redobles ni florituras. Comedido con las chapas. Timbales justos. Con un bombo impenitente. Irreductible e inasequible al desaliento, como un falangista en un bus camino de Euskadi. Un bombo que lo comandaba todo. Un bombo que nos llevaba por la senda de un rock pesado y pleno. De muro de hormigón.   
El batera del otro combo era malo. Malo de cojones. Siempre supe que nunca llegaría a nada. Tocando la batera como lo hacía. Sin fuste. Chichi-pún, chichi-pún. No me jodas. Un poco de sangre la ostia. No sabía darle al pedal. Lo pisaba con unas zapatillas de esas de skin futbolero, pero podía haberlo hecho con unas de bailarina de ballet. El resto de la banda no era ninguna maravilla, pero el batera era una ful. Un insulto al gremio de los machacadores de parches.
A veces me pasaba por el local cuando terminaban el ensayo de los jueves. Yo le decía que estaba mejorando mucho y el me fiaba anfeta para las gaupasas. Manejaba buena mierda. Siempre el mismo veneno que martilleaba mi cabeza, la centrifugaba y hacía aflorar una gota de sangre en la punta de mi tocha.
Todos los camellos caían al final. En el árbol del trapicheo siempre hay algún madero. Está dentro del bisnes y de cuando en cuando poda las ramas que no le dan frutos. Enchironan a un desgraciado, ascienden y siguen moviendo el tema. Pero este cabrón llevaba pasando speed, pirulas, keta y farla unos diez años y nunca había tenido ningún marrón con la cipayada. O tenía la suerte del tonto o se la mamaba a algún txapelas.
Todos mis camellos anteriores chuparon Martutene. Alguien se chotaba y los cipayos tiraban la puerta a bajo. Entraban a las tres o cuatro de la madrugada de un martes. Para cuando querían deshacerse del bakalao en el cubo de la lejía, tenían a los hombres de Harrilson encañonándoles el entrecejo. Después, se les dibujaba esa sombra en las corneas. Esa mirada especial que acompaña a los que han comido maco.
Pero este capullo no caía. Así que empecé a pillarle. Los camellos son como la cúpula de ETA. Cae la ternera pero la vaca sigue pariendo. Mi anterior camello apareció ahorcado en Nanclares. Parece que quiso hacer negocios al margen de los funcionarios. El de ahora era majo. Se tiraba al rollo. Me había llegado a fiar cincuenta gramos unas vacatas que me piré a Azahara de los atunes a fumar polen y orear mis entretelas de gris húmedo norteño. Luego le pagaba. Cuando podía. Teníamos ese típico rollo de camello y yonki. Ese rollete de ir de colegas. De ser uña y carne. Toda esa puta mierda de buen rollo. Falso como la caricia de una top model farlopera, en la cabellera injertada del Berlusconi.

Guardaba las cebolletas en las zapatillas con las que tocaba el bombo. La mierda que nos vendía fukeleaba a puta química. El plástico que la envolvía a pies. Pero no importaba. Los plásticos de las cebolletas se asemejan al astro rey. Cuando el speed desaparece alumbran el suelo. Sin el cierre que guarda el veneno. Con las dobleces que parten desde el centro hasta los bordes. Al modo de los rayos del sol pintados por los niños. Los niños de colegios de pago, que ayer los pintaban y hoy los abandonan en el suelo, por que prefieren la noche en sus ojeras.

A los conciertos de los Imbéciles empezaba a ir gente. Grabaron un disco mediocre. Se veían sus carteles en las paredes de todos los garitos. Tenían su página en el tresuvesdobles myspace puntocom barralosimbeciles y cuatro cientos colegas, los arengaban dejándoles mensajes de ánimo. Telonearon a Chenoa y dieron bolos en Dublín, Edimburgo, Milán y Madrid. Seguían siendo unos zoquetes. Una banda plana, cansina, sin nada que decir y con un paquete a la batería. Cuando yo le decía que estaba mejorando, en realidad le estaba diciendo que lo dejase. Que era un paquete. Malo de cojones. Que quien no domina el bombo nunca será buen batera. Pero cerraba mi bocaza por el bien de mi tabique.
Luego supimos de un julai que movía bandas y que hacía sonar la caja registradora. Tenía contactos en todos los festis grandes, en salas, en revistas que comentan tu maqueta, si compras dos o tres módulos de publicidad para anunciarla. Que te hacen una entrevista si te pillas seis a cincuenta euracos cada uno. Radios pastel en las que suenan pasteladas con la payola pertinente. El rock es como la tesorería de un partido político. Con menos pasta pero igual de sucio.
El alternativo, indie, antisistémico y demás bobadas son la misma mierda con otro apellido. En el rock a nivel local también hay clasismo. Bandas teloneras y bandas estrellas. Las que abren el festi cuando la peña está fría y las que lo cierran cuando las drogas y el alcohol hacen que todo suene maravilloso y hayamos asistido a un concierto mítico. Irrepetible. Inolvidable. Hay bandas con nombre, que tocan cuando quieren en cualquier gaztetxe. Con asambleas que se vuelcan en currar por ese festi al olor de la pasta,  mientras otras se apuntan en una lista sin fin ni esperanza. Una lista a la que nadie recurre y que suele comenzar con un: Ya os pegaremos un toque, ahora están todas las fechas ocupadas, mejor el móvil que el fijo ó igual dentro de dos meses.
El rock es territorio abonado para tontos y para listillos. El clasismo con bandas de primera y bandas del montón, el amiguismo interesado, la mitomanía más enfermiza, las poses ridículas sobre y fuera de las tablas, el favoritismo, la obligatoriedad de tener que estar a la última, el fetichismo de las reediciones, el vinilo de color y la nueva banda de no sé quién que tocó la batera en el 79 con no sé cual, los palabros de moda: Crosover, Nuevo rock americano, Crustcore-D-beat ó metal-pollas en vinagre, el peloterismo coprófago, los expertos en sonido garagero escandinavo de finales de los 80, los catedráticos del punk con master gaztetxero, los calvos supermacarras a los que su madre les plancha la camiseta de
4-skins, los pogueros superleñeros que se mean y se cagan en un desalojo de la pasma, los que odian el beneficio y se dedican a vender lo que da pasta, los sellos que exprimen la teta de los 80 reeditando, remasterizando, revendiendo y convirtiendo en negocio aquello que tenía vocación incendiaria, las feministas que mudan en grupis y los heavy metal-doom-black-gotic-satánicos que se casan por la iglesia católica apostólica y romana, con esa novia formal de siempre, con la que se enrollaron a los 16 años.
El rokanrol es una mierda. Está podrido y no tienen arreglo. Aunque los Imbéciles creían en el. El julay que les fichó les hizo tocar en las Ventas, abriendo para Mikel Erentxun. Nadie se lo explicaba. Sabíamos que eran una puta mierda de banda con un batera malo de cojones, pero Los Imbéciles empezaron con giras, festis con acampada libre, salas con técnico de sonido, rodis, merchandising, oficina de management y web oficial.
Ellos creían que lo hacían bien. Pero yo lo tenía claro. Sabía de qué iba la historia. Todo manager necesita una buena banda y un par mediocres para relleno. No importa el estilo o lo bien que lo hagan. La cosa funciona si son unos simples, se dejen llevar y no rechisten. Esa clase de bandas son un buen culo para los managers. Y Los Imbéciles en la escala de culos, eran el de una rubia sueca en una playa de Almería. Un culazo perfecto para un manager cabrón, que te chulea, te da vaselina, te la endiña y encima es tu mejor colega. El que lo da todo por ti. Una suerte que no mereces y que sólo tienes porque es un tío de puta madre que se enrolla y te da la oportunidad de tu vida.
Nunca veían un chavo y nunca preguntaban por las cuentas. Con tocar y follarse a alguna tía con un par de peras siliconadas ya les valía. El julai a cambio de nada, tenía una banda de relleno y un trapichero para los cabezas de cartel. Por eso seguían en nuestro local. No tenían pasta para pirarse a otro cuchitril más decente. Tocaban en festis de diez mil personas junto a nombres de la lista de los 40, no veían un clavel y todavía pensaban que algún día vivirían en Miami. Al lado de la mansión de ese de los Rolling que se cayó de un cocotero.
Lo que más nos llamaba la atención de todo aquello era que cualquier otra banda hubiera subido ese peldaño dando la espalda a los colegas. Creyéndose la puta ostia con tirabuzones. Pero Los Imbéciles no. Ellos seguían siendo colegas. Asequibles. Majos con nosotros y con todo el mundo. Dicen que la forma más rápida de convertirse en gilipollas es subirse a un escenario. A Los Imbéciles no les ocurrió. Ya lo eran antes de pisar las tablas. A pesar de jugar en la división de los galácticos yo no me quedé sin camello. Incluso presumía de que el mío era el mismo que el de muchas “estrellas”.

Era jueves y fui al local....

1/12/14

Poesía & Blues: ARDIMIENTO en El dinosaurio

Domingo 7 de diciembre 
20:30 horas
ARDIMIENTO
poesía&blues

Guitarra eléctrica y voz, MIGUEL ÁNGEL CORTÉS
Recita, BACØ

El dinosaurio todavía estaba allí
(calle Lavapiés, 8  Metro Tirso de Molina)