El escriba, de Robert y Shana ParkeHarrison

El escriba, de  Robert y Shana ParkeHarrison
"Un libro debería ser un hacha para romper el mar congelado en nuestro interior" "¿Por qué la gente del futuro se molestaría en leer el libro que escribes si no les habla personalmente, si no les ayuda a encontrar significado a su vida?" J.M. COETZEE ("VERANO")

31/7/13

"Solo por ahí", un cuento de Manuel Rivas (protagonista invitado: Steven Tyler, cantante de Aerosmith)

Es uno de los buenos cuentos de Manuel Rivas. Continúa su mixtura de música (rock sobre todo, el rock duro de aquellos años al principio de los 90) y literatura. Todo el texto transmite la inquietud del protagonista. Todo aquel que haya sido padre o haya cuidado hijos adolescentes empatizará de forma inmediata con el texto. Una narrativa viva, ágil con los diálogos, pero llena de silencios reveladores, que conducen la mente del lector hasta sus propios descubrimientos. El final de este relato breve es para quitarse el sombrero.

Manolo Rivas, Maestro.
























Solo por ahí
No tuvo la sensación de despertar sino de
salir de un sopor de tila templada. Ma estaba allí,
al pie de la cama, aguijoneándolo con aquellos
ojos de perra sonámbula.
—-¡Cielo santo! ¿Dónde se metería?
—Tranquila, mujer.
Habían esperado por él hasta las cuatro de
la mañana, dando vueltas en torno al teléfono y
con un nervio eléctrico tendido por el pasillo
hasta la cerradura de la puerta.
—¡Si hubiésemos llamado antes! —se quejaba
ella—. A lo mejor, está en casa de Ricky. O
de Mini. Sí, seguro que en la de Mini. Me dijo
que sus padres les dejan ensayar hasta tarde. Viven
en un dúplex, claro.
—Por mucho dúplex que tengan no creo
que les dejen armar follón por la noche. ¡Angelitos*,
ni que tocaran nanas!
Ella cruzó los brazos y buscó algo que mirar
en el muro opaco de la noche.
—De eso te quería hablar, Pa. Creo... creo
que deberíamos procurar que estuviese más a
gusto en casa.
—¿A gusto? ¿A qué te refieres? ¡Si tiene
toda la casa para él! El otro día llegué y había
aquí, aquí mismo, en la sala, cuatro mocosos comiendo
pizza y viendo un vídeo de tipos y tipas
que se cortaban piernas y brazos con una sierra
eléctrica. ¡Manda carajo! ¿Por qué no ven pelis
pomo? ¡Me llevaría una alegría...!
—Son así. Hay que entenderlos.
—¿Entenderlos? ¿Sabes lo que le dije?
Oye, de puta madre esa película. ¿La última de
Walt Disney? Eso fue lo que le dije. ¿Duro, eh?
—Le pareció fatal. Dijo que habías sido un
borde, que siempre le tomabas el pelo delante
de sus amigos.
—¿Y qué quieres que haga? ¿A ver? ¡Unas
hostias! Eso es lo que yo tenía que hacer. Darle
unas buenas hostias.
—¡Por favor, Pa!
—A mí me las dio mi padre un día que le
dije mierda. ¡Vete a la mierda! Yo ya era un mozo,
no creas. Y me metió una bofetada que casi me
tumba. Le estaré agradecido toda la vida. Me
aclaró las ideas.
—Él nunca te mandó a la mierda.
—No. Eso es cierto. Me dijo "¡Muérete!".
Pero nunca me mandó a la mierda...
Eran las cuatro de la mañana y a esa hora ya
no podían llamar por teléfono a los padres de Ricky
o de Mini. Sería como entrar sin permiso en casa
ajena con los zapatos llenos de barro. Intentó convencerla
de que lo mejor era ir a dormir un poco.
—No pasa nada, ya verás. Estará a punto
de llegar, O se quedaría a dormir en casa de sus
amigos. Hay que descansar, anda.
—Acuéstate tú. Mañana tienes que conducir.
¿Quieres una tila?
Ahora eran las siete y ella estaba allí, con
las ojeras de la mujer que atiende el guardarropa
en un club nocturno.
Le pedía sin hablar que hiciese algo, antes
de que se quedase sola y el pasillo se convirtiese
en un largo embudo.
—Todavía es un poco temprano. Tranquila.
Esperamos media hora y llamamos.
Se vistió y se afeitó. Mojó la cabeza más de
lo normal y se peinó para atrás, alisando con las
manos. Tomó un café solo y sintió en la cabeza
el combate con la tila, el encontronazo de un
viajante acelerado con un vagabundo que iba a
pie por el borde de la calzada. Fue el viajante
quien se puso en pie y se dirigió hacia el teléfono,
seguido por una mujer al acecho.
—Disculpa que llame a estas horas. Soy
Armando, el padre de Miro. ¿Quería... quería
saber si se quedó a dormir por ahí?
—¿No? Vale, perdonad, ¿eh? -
~No, no pasa nada. Era por si...
—Claro, claro, estará por ahí. Gracias y
perdona, ¿eh?
Nada, dijo. Y marcó otro número, el de los
padres de Mini. No contestaban y volvió a marcar.
—Nada. Para éstos debe de ser muy temprano.
Cogió a la mujer por los hombros y le dio
un beso. Toda ella parecía tan leve como su camisón.
—Llama tú dentro de media hora. Yo ahora
tengo que irme. Ya voy muy retrasado. Venga,
venga, tranquila. A ver, alegra esa cara. Venga, una
sonrisa. Venga, mujer, venga. Así me gusta. Estamos
en contacto, ¿eh?
Antes de marcharse, se asomó a la habitación
de su hijo. Sobre la almohada había un
arlequín de trapo con la cabeza de porcelana.
Otros días le daba risa aquel detalle infantil, pero
hoy hizo un gesto de desagrado. La expresión del
muñeco le parecía inquietante. Una sonrisa doliente
y triste. En la pared, en el póster más grande
y visible, estaba aquel tipo, Steven Tyler, líder de
Aerosmith. Murmuró: "¿Qué, qué pasa, tío?". La
boca todavía más grande que la de Mick Jagger.
Greñas muy largas y alborotadas. El pecho desnudo,
con dos grandes colmillos colgando de un collar.
De pantalón, una malla ceñida, como piel de
felino, que le marcaba el paquete con descaro. De
hecho, pensó, todo el personaje es un descaro. Por
vez primera le asaltó la duda de que aquel póster
estaba allí por él. Tenía su misma edad, ¿O no?
Steven Tyler era más viejo. Cuando Miro se lo
dijo, se había quedado mudo.
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23/7/13

"Televisión", un poema de Manuel Rivas

Primero hay que ver el vídeo. Es fácil, se deja escuchar. Aproximadamente en el minuto 4:53 suenan las llaves de la puerta y empieza el poema "Televisión" de Manuel Rivas ("Un millón de vacas", 1990)



Televisión 


A esa hora llegaba mi vieja,
justo cuando el bajo de The Cult
daba aquellos pasos de comanche.
Mi madre,
boqueando después de fregar las oficinas del Fénix Español,
se ponía las zapatillas,
se sentaba en el sofá,
suspiraba en lo más hondo
y cambiaba a la primera cadena.
Anda, vago, sal a la calle y espabila.
Apareció el Empire State
y mi vieja dijo con ternura:
Pobre de la que tenga que fregar todo eso.

18/7/13

Releyendo a Manuel Rivas

Este verano me he propuesto releer mis clásicos favoritos: Cortázar y Manuel Rivas. Necesito volver a las fuentes de las que bebí y que me convirtieron en contador de historias. Me asombra Rivas, me conmociona, me ablanda el alma con su poesía en prosa y sus íntimas historias que siempre rozan el corazón. Es, sin lugar a dudas, el mejor cuentista de este país.
Os dejo con un discurso sobre el cuento que no tiene desperdicio.


Manuel Rivas en Fuenlabrada

La escuela del relato
de Manuel Rivas

La vida tiene vocación de cuento.
La vida, con toda la caravana del lenguaje, lleva sobre sus hombros la
memoria. No es un lastre. Es el peso de los bienes que justifican su viaje hacia
adelante. Su sentido. Aunque a veces desconoce el verdadero contenido de los
fardos.
En todo caso, cuando la memoria se cae de los hombros de la vida y del lomo
de las palabras, porque ha estallado una tormenta, o por descuido, o por
indiferencia, sobreviene el impacto de la pérdida, la sensación de vacío. Ha de
volver sobre sus pasos, pero ya no se trata propiamente de un viaje hacia
atrás. Su tiempo ahora es la nostalgia del porvenir, un presente recordado.
Esa temblorosa excitación de las palabras que olfatean el rastro del sentido.
Sí, la vida tiene vocación de relato.
Muchos escritores hablan de primeras lecturas, de los libros que le
impresionaron, para situar el comienzo de su andadura literaria. Yo tendría
que hablar de una escalera. Esa escalera, con peldaños de madera muy
rugosa, pues así envejece el pino del país, era la que llevaba a los dormitorios
en el piso. La planta baja estaba dividida en dos espacios: el de una cuadra
interior para el ganado y el comedor campesino. Era la casa de mis abuelos
por parte de madre. Allí, alrededor del fuego del hogar, se contaban todas las
noches historias. Podría decir que mi vocación literaria comenzó al lado de
aquel fuego donde crepitaban las palabras de los mayores tintadas de vino.
Pero no. Nació en la escalera.
Yo debería estar en la cama, pero estaba en la escalera, oculto por un tabique
de tablas. Ellos no me veían, pero yo, desde mi posición, veía el resplandor del
fuego reflejado en los cristales de la ventana del lavadero. Y veía la parte
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iluminada de sus rostros. La memoria, tan voluntariosa, pinta ahora el lienzo
de esa ventana como un Caravaggio.
Esas personas que contaban historias eran distintas a las que yo había dejado
minutos antes. Eran las mismas, pero eran distintas. Eran narradores.
Colgado en la percha del día, habían dejado el silencio o la parquedad de quien
habla con las manos. Mis familiares y algunos vecinos que se unían a la velada
eran otros seres, transformados por el lenguaje y los juegos de luz. No tenía
sentido preguntarse si lo que contaban era real o era ficción. El relato sucedía
en ese momento. Crepitaba con la excitación de las palabras. Era verdad. ¡Era
verdad!
Quien haya llegado hasta este punto, quizás piense que les hablo de una
especie de estampa campesina idealizada, donde se cuentan leyendas y
tradiciones alrededor del fuego. Una especie de redoma, de bola de cristal,
donde habita la infancia. Nada de eso.
Los relatos que subían por la escalera para envolver al niño escondido
trataban sobre todo de crímenes y guerra, de amoríos en los que no faltaban
detalles de erótica lujuria, de escapados, de travesías en el mar y viajes de
emigrantes. Es decir, todo muy moderno. Nada de hadas, ni de brujas, ni de
duendes. Si acaso, algún aparecido, el ánima de algún muerto que volvía. Pero
también eso es muy moderno. En lo alto de la escalera había una bombilla de
luz muy, muy débil. Desnuda, sostenida por un cable trenzado. La intensidad
de la luz de esa bombilla tenía, para mí, una relación directa, a la vez, con lo
que sucedía en los relatos y en el exterior. Disminuía, hasta casi extinguirse,
cuando aullaba el viento o arreciaba la lluvia. La voz de quien hablaba se
hacía también casi inaudible. Desde entonces, cuando me hablan de "realismo
mágico" pienso en la electricidad. En aquella bombilla de pocos watios donde
revoloteaba, jugando a quemarse, la mariposa nocturna de la literatura.
Aunque todos tuviesen historias que contar, no todos los mayores las
contaban. Había una técnica muy depurada en el contar. No había lugar para
las generalidades, para las abstracciones. El relato tenía que ser sensorial:
entenderse y sentirse. Hoy diría que las palabras tenían un instinto ecológico:
volvían a nacer, recuperaban el sentido. No importaba la medida, en el contar
no se aplicaba el sistema métrico decimal. Lo importante era la densidad de
emoción. Y el narrador se tomaba libertades formales siempre que estuviesen
al servicio de la excitación, como la ardilla que recorre las ramas de un nogal y
vuelve al punto de partida con un fruto nuevo.
Los que más habían vivido, los que habían sido, por ejemplo, emigrantes,
ponían a veces sus relatos en boca de los otros, de los que contaban y que
quizás no habían ido nunca a ninguna parte. Y escuchaban con mucha
atención, sorprendidos, emocionados o riéndose, lo que se suponía que era su
propia vida como si fuese la primera vez que tuviesen noticia de ella. Y era
verdad. Era la primavera vez que su vida flameaba en llamas, excitada, en la
cámara oscura de la noche, pegada y esquiva con el mundo real como el vuelo
del murciélago.
No eran historias de la vida. Era la vida que contaba historias para sobrevivir
una noche más. Para entrelazar soledades. Y también subir peldaño a peldaño,
con la memoria a cuestas, los peldaños de la escalera donde se escondía el
clandestino.

12/7/13

"Lobo", un relato para el especial Spanish Quinqui de Vinalia Trippers

ilustración de Diego Blanco

LOBO

Se llamaba Víctor, pero los del barrio le decíamos Lobo. Las había hecho gordas: había robado en casi todos los comercios, había levantado unos cuantos coches, se había enfrentado a todos los jóvenes de Zarza y a alguna le había quitado las bragas o algo peor. Por todo eso empezó a entrar en correccionales y, más adelante, en la cárcel. Era un chico moreno, bajito y esmirriado, poca cosa, con una melena que le llegaba  hasta el culo, y que tenía el poder de paralizar con la mirada. En sus ojos negros podía adivinarse que no tenía miedo a nada, que ni siquiera las palizas que seguro había recibido en cuartelillos y correccionales le hacían el menor menoscabo. Lobo. Delgado, nervudo y escurridizo, como una serpiente. Fuerte como un cable de acero. Lobo.

Aquella tarde de agosto me tocaba vigilar el solar entre los montones de escombros. Allí, en aquel descampado entre bloques de reciente construcción, habíamos construido un chamizo con ladrillos robados de las obras cercanas y las uralitas que sobraban de las chabolas de los Pies Negros. Hasta entonces nuestro refugio habían sido cuevas excavadas entre los cascotes y demás desechos que constituían nuestra diversión. Allí jugábamos a la lima, allí peleábamos a pedradas contra los de Bami, allí hacíamos fuego en invierno para calentar nuestra miseria. Ni una puta hierba crecía en aquel solar, y menos un arbusto o un árbol que diese sombra, y aunque los veranos no eran como en Extremadura, allí el sol también sabía quemar.

Apareció con un perro, un pastor alemán que siempre iba con su hermano Yes sembrando inquietud, hasta que a Yes un morito le saco las tripas en el talego y todos respiramos un poco más. Pero solo un poco, porque Lobo cogió el relevo, y fue mucho peor.

Lo vi llegar y me quedé parado. Hubiese corrido en dirección a la valla, evitando enfrentarme a él, pero las piernas no me respondían. No me respondían y todavía no había visto el brillo maligno de su mirada. Me quedé a esperarle. El perro se echó encima y él lo calmó con un susurro seco, ya, vale. Me miró fijo, de abajo arriba, y luego me preguntó ¿qué llevas en los bolsillos, chaval? Me metí las manos y las saqué llenas de cromos de jugadores de fútbol, un par de chapas de Cinzano, una bola de cristal y dos monedas de cinco pesetas que acababa de afanar del monedero de mi madre. Extendí las manos abiertas y le ofrecí todo aquello como si estuviese entregando una ofrenda a un Dios. Me miró las manos y sonrió de medio lado. Metió su mano en el bolsillo trasero del pantalón y yo me estremecí. Notó ese temblor y volvió a sonreír. Sacó un paquete de Ducados arrugado y se llevó un pitillo a la boca. El sol se reflejaba en la uralita del tejado y las piernas empezaron a flaquearme. No te preocupes, chaval, no voy a hacerte nada. Cerré las manos y volví a llevarlas a los bolsillos. Él encendió el cigarro con una cerilla y se agachó, adentrándose en la oscuridad del chamizo. El perro le siguió. Yo me quedé en la puerta, viendo como Lobo ojeaba el manoseado Lib y el resto de revistas con fotografías de chicas desnudas que estaban sobre la caja de madera que hacía de mesa, sin tocarlas. Se sentó en una silla desvencijada que había en el centro de la estancia, junto al cajón, y se quedó mirándome fijo, exhalando el humo al techo. Todo parecía ir muy despacio.

Luchi apareció tras de mí. No la había sentido llegar. Dijo algo que no entendí y me dí la vuelta. Intenté decirle con la mirada que se largara, que corría peligro. Pero se quedó allí, quieta.
Quién es tu amiga, preguntó Lobo sin preguntar, sonriendo de medio lado y fumando con el cigarrillo atenazado en la juntura de los dedos.
Luchi miró dentro y sonrió nerviosa. Siempre me he preguntado si sabía quién era y si no le tenía miedo. Lobo le hizo una seña y Luchi entró en el chabolo sin mirar atrás. Lobo se puso en pie, la hizo sentar en la silla que ocupaba. Después, se dio la vuelta y clavo sus pupilas de fuego en mí: Ahora te vas a ir un ratito, media horita, a jugar a la lima con tus amiguitos. Mientras me hablaba bajito al oído, buscando con sus ojos los míos, hurgaba en el bolsillo derecho de mi pantalón. Encontró los dos duros, me los mostró y se los guardó en el bolsillo trasero. Luego me mandó salir con un simple latigazo de su mirada.

Lobo se despeñó unos días después con un Seat mil cuatrocientos treinta  por el barranco de San Blas, perseguido por la policía, y dicen que él y el Kuki quedaron carbonizados, como los pollos asados de la Bienve.

No sé, porque yo nunca me atreví a preguntárselo a ella, pero siempre he pensado
que Luchi, a Lobo,
se lo había hecho
gratis.





Spanish Quinqui

Portada por Miguel Ángel Martín

Entrevista a Bernard Seray por Diego López

Relatos inéditos de

Carlos Salcedo Odklas, José Ángel Barrueco, Kike Turrón, Esteban Gutiérrez Gómez, Alex Portero, Patxi Irurzun, Pepe Pereza, Alfonso Xen Rabanal, Julio César Álvarez, Juanjo Ramírez, Gabriel Oca Fidalgo, Cisco Bellabestia, Mario Crespo, Vicente Muñoz Álvarez, Jorge Barco, Felipe Zapico Alonso, Octavio Gómez Milián, Pablo Cerezal, Vanity Dust, Velpister, Jesús Palacios, Eloy Fernández Porta y David González.

Entrevista a José Hernández (Los Calis) por Jorge Barco

Un vocabulario al margen por David González

Ilustrados por

H Valdez, Salvador Armesto, Miguel Ángel Martín, Pablo Je Je, Diego Blanco, Riot Uber Alles, J.Kalvellido, Luis F.Sanz, Santos M.Perandones, Mik Baro, Andrés Casciani, Fernando Centrángolo, Fidel Martínez, Pobreartista, Julia D.Velázquez, Nuria Palencia, Cisco Bellabestia, Charly Aquilué, Pablo Gallo, Virginia Jiménez Calvente, Velpister, María Luisa Porto, Toño Benavides y Rodrigo Córdoba.

Póster despleglable por Julia D.Velázquez


Poemash Especial El Ángel

Portada por Silvia D.Chica

Prólogo por Ana Curra

Poemas inéditos de

Joaquín Piqueras, Karmelo Iribarren, Enrique Villagrasa, Jorge M Molinero, José G.Cordonié, Gsús Bonilla, Iñaki Estévez, David Vázquez, José Naveiras, Juan Carlos Vicente, Silvia D.Chica, El Dogo, José Manuel Vara, Ángel Muñoz Rodríguez, Javier Das, Choche, Garazi Gorostiaga, Enrique Cabezón, Toño Benavides, Ricardo Moreno Mira, Vicente Muñoz Álvarez y César Scappa.

Diseño & maquetación by H.Valdez

PUNTOS DE ABDUCCIÓN

MADRID 
-Arrebato Libros, c/La Palma 21, metro:Tribunal
-El dinosaurio todavía estaba allí, c/Lavapies 8, metro:Tirso de Molina
-Antonio Machado , c/Marqués de la Riera, 2
c/de Fernando VI, 17

LEÓN
-Elektra cómics,c/Comandante Zorita 4
-Librería Artemis,c/Villa Benavente 17

GIJÓN
-Librería Paradiso,c/ de la Merced 28

ZARAGOZA
-Librería Portadores de Sueños,c/Jerónimo Blancas 4

ZAMORA
Sala Berlín, CC La Marina
Avalón Café, C/San Andrés 17

VALLADOLID
-Librería A pie de página, C/Librería, 13.

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9/7/13

"Diez bicicletas para treinta sonámbulos", reseña

diez bicicletas
Reseña publicada en la Revista Literaturas.com

Que una editorial cumpla diez años es motivo de celebración. Diez años de supervivencia son muchos en la selva editorial, máxime cuando esa editorial se presenta en el mercado como «fuera de rango», a la búsqueda de todo tipo de creadores en todos los ámbitos de trazo gráfico, amén de ofrecerse como bisagra o puente entre las letras francesas y las españolas.
Si, además, esa editorial da cabida al cuento entre sus prioridades de publicación (con bastante éxito, por cierto. «Cuentos del Jíbaro», de Gracia Armendáriz, es un buen ejemplo) y desea celebrar esos diez años de su existencia con un libro de narraciones breves, empatizo sobremanera con ella. Ella se llama Demipage, la editorial de la media página.
Y, como ocurre siempre que leo una antología de relatos, descubro autores que me sorprenden, o se confirman prosas poderosas, o se producen estrepitosas caídas al vacío de las que no hablaré.
Bajo el argumento común de hacer aparecer una bicicleta en los textos, treinta autores que conformarían la mejor selección literaria del mundo se lanzan al papel. Antonio Muñoz Molina demuestra el porqué de sus reconocimientos, y me hace recordar las sensaciones que aquel «Invierno en Lisboa» me produjo hace tanto tiempo. Lo mismo ocurre con Marta Sanz, ella sí sabe guardar el secreto hasta el final. Y se me hacen visibles nombres propios a seguir en el futuro, como Guillermo Aguirre, Lola Huete, Andrés Rubio, Sara Mesa o Marta Caballero. Reconozco mi ignorancia, a caminar se aprende caminando. Lo mismo ocurre con el saber equilibrase cuando se monta en bicicleta.
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7/7/13

Un cuento de Santiago Dabove


El tren


El tren era el de todos los días a la tardecita, pero venía moroso, como sensible al paisaje.
Yo iba a comprar algo por encargo de mi madre.
Era suave el momento, como si el rodar fuera cariño en los lúbricos rieles. Subí, y me puse a atrapar el recuerdo más antiguo, el primero de mi vida. El tren se retardaba tanto que encontré en mi memoria un olor maternal: leche calentada, alcohol encendido. Esto hasta la primera parada: Haedo. Después recordé mis juegos pueriles y ya iba hacia la adolescencia, cuando Ramos mejía me ofreció un acalle sombrosa y romántica, con su niña dispuesta al noviazgo. Allí mismo me casé, después de conocer y visitar a sus padres y al patio de su casa, casi andaluz. Ya salíamos de la iglesia del pueblo, cuando oí tocar la campana; el tren proseguía el viaje. Me despedí y, como soy muy ágil, lo alcancé. Fui a dar a Ciudadela, donde mis esfuerzos querían horadar un pasado quizá imposible de resucitar en el recuerdo.
El jefe de estación, que era amigo, acudió para decirme que aguardara buenas nuevas, pues mi esposa me enviaba un telegrama anunciándolas. Yo pugnaba por encontrar un terror infantil (pues los tuve), que fuera anterior al recuerdo de la leche calentada y del alcohol. En eso llegamos a Liniers. Allí, en esa parada tan abundante en tiempo presente, que ofrece el ferrocarril Oeste, pude ser alcanzado por mi esposa que traía los mellizos vestidos con ropas caseras. Bajamos y, en una de las resplandecientes tiendas que tiene Liniers, los proveímos de ropas standard pero elegantes, y también de buenas carteras de escolares y libros. En seguida alcanzamos el mismo tren en que íbamos y que se había demorado mucho, porque antes había otro tren descargando leche. Mi mujer se quedó en Liniers, pero, ya en el tren, gustaba de ver a mis hijos tan floridos y robustos hablando de foot-ball y haciendo los chistes que la juventud cree inaugurar.
Pero en Flores me aguardaba lo inconcebible; una demora por un choque con vagones y un accidente en un paso a nivel. El jefe de la estación de Liniers, que me conocía, se puso en comunicación telegráfica con el de Flores. Me anunciaban malas noticias. Mi mujer había muerto, y el cortejo fúnebre trataría de alcanzar el tren que estaba detenido en esta última estación. Me bajé atribulado, sin poder enterar de nada a mis hijos, a quienes había mandado adelante para que bajaran en Caballito, donde estaba la escuela.
En compañía de unos parientes y allegados, enterramos a mi mujer en el cementerio de Flores, y una sencilla cruz de hierro nombra e indica el lugar de su detención invisible. Cuando volvimos a Flores, todavía encontramos el tren que nos acompañara en tan felices y aciagas andanzas. Me despedí en el Once de mis parientes políticos y, pensando en mis pobres chicos huérfanos y en mi esposa difunta, fui como un sonámbulo a la "Compañía de Seguros", donde trabajaba. No encontré el lugar.
Preguntando a los más ancianos de las inmediaciones, me enteré que habían demolido hacía tiempo la casa de la "Compañía de Seguros". En su lugar se erigía un edificio de veinticinco pisos. Me dijeron que era un ministerio donde todo era inseguridad, desde los empleos hasta los decretos. Me metí en un ascensor y, ya en el piso veinticinco, busqué furioso una ventana y me arrojé a la calle. Fui a dar al follaje de un árbol coposo, de hojas y ramas como de higuera algodonada. Mi carne, que ya se iba a estrellar, se dispersó en recuerdos. La bandada de recuerdos, junto con mi cuerpo, llegó hasta mi madre."¿A que no recordaste lo que te encargué?", dijo mi madre, al tiempo que hacía un ademán de amenaza cómica: "Tienes cabeza de pájaro".



John Carter dice que el cuento "Hoy temprano" de Pedro Mairal está inspirado en este cuento de Dabove. Y yo ofrezco los dos al lector para que opine (sin juzgar a nadie).

5/7/13

“Hombres frágiles, mujeres de cristal”, nuevo libro de relatos de Andrés Portillo



Una recopilación de relatos llena de referentes como la novela negra, el cine de los años 50 o el realismo mágico. 
Veinticinco relatos de amor y odio, de perdón y lamento escritos en los últimos 3 años por el autor getafense. Mujeres que escapan de la soledad por carreteras secundarias, que buscan el amor en casas vacías, que necesitan un cómplice, una caricia. Hombres que se enfrentan a la mala suerte con inocente torpeza, que reclaman compañía, un trago a medianoche, que buscan también un cómplice, una caricia. Hombres y mujeres que nos acercan a la fragilidad humana: el amor, el dolor, la soledad... donde, de vez en cuando, se cuela un poco de felicidad.

El botón de muestra:

Bochorno
Hace tanto calor que el vecino del 2º derecha no puede dormir. Suda como un cerdo. Así que se levanta de la cama y abre la ventana del dormitorio en busca de una pequeña corriente de aire fresco.
En el bloque de enfrente hay una habitación iluminada. Un hombre y una mujer discuten. El vecino del  2º derecha no los ve, pero escucha sus gritos. También escucha golpes, objetos que caen al suelo, muebles que crujen… Por un momento piensa en llamar a la policía, pero enseguida desecha la idea porque sabe que esas cosas no traen más que problemas.
La mujer del bloque de enfrente entra corriendo en la habitación iluminada. El hombre la persigue, se abalanza sobre ella como un animal rabioso. Y más golpes, más gritos, muebles que crujen, hasta que llega un silencio espeso y bochornoso.

Es entonces cuando el vecino del 2º derecha cierra la ventana y vuelve a la cama. Se tapa con la colcha de los pies a la cabeza porque ya no le importa sudar como un cerdo. Prefiere eso a escuchar el sonido chirriante de las ambulancias.

4/7/13

"A la que falta", nuevo poemario de Luis Miguel Rabanal



Tras esta maravillosa portada de Julia D. Velázquez se guarda el tesoro de la lírica. Es duro pero reconforta leer cualquiera de los tres apartados que componen este precioso libro  dedicado a la muerte o, como lo diría mi alter ego poeta: a la ausencia que ya ni recuerdos es capaz de labrar.
Preciso y triste y tierno y sólido poemario. Claro. La prosa poética me ha hecho recordar a Los hombres intermitentes, de mi querido Irazoki, sobre todo la parte última, la de los recuerdos de ese niño que es LMR.
Es importante que el poderío lírico no se ejerza sólo por el placer de ejercerlo (conozco muchos autores que se gustan en el engolamiento, cuando más duro mejor). En las  lecturas  de Luis Miguel Rabanal es algo natural, al servicio de unas descripciones que se fijan en la mente del lector como fotogramas de una película visionada a cámara lenta.

Lo disfruté.

El botón de muestra:


De "cenizas":

(Desalmados) aquellos que han temido acercarse
sigilosamente a los alveolos del enfermo porque
en su irritabilidad no admite otra mueca contraria.
(Desalmados) aquellos que celebran sin nadie el
escrúpulo o el rencor o el suplicio y se ponen en
movimiento a lo largo del día sin la contorsión que
los marca diferentes mas queriendo a toda costa
parecerse al joven que huye de la particularidad
al frío de un cuerpo infalible en la mímica.
(Desalmados) aquellos que no tienen apetito pasada
la medianoche, ni cogen carrera en la festividad del
sátiro que despedaza sus ingles, ni los apremia el
juramento de la euforia ni la angustia. (Desalmados)
aquellos que se desvanecen.


---

De "daños":

Mambrú

Si el dolor era eso,

parajes que la memoria repudia
al final de un pasadizo invisible,
las grietas en las manos
porque llueve
como aquella tarde. Mirabas
y mirabas por última vez
mi rostro.

Si el dolor eran las palabras
escritas con vértigo.
Palabras torturadas que prohíbe
él en su boca por temor
a no pronunciar el deseo
algún día, algún día.

Palabras que improvisaré para ti.

Lo mismo que se lamenta
al presagiar la confidencia
más triste.
Desorientada en mi lecho,
postergando la secreción de las
llagas, la conjura
nos finge importantes.

No debes volver.
Si el dolor fuera eso.

---

De "desnevios":

3
El niño sale de la casa con prisa, se santigua porque
se embosca en cualquier recodo del camino el
pecado. Hay limiacos insolentes y frutas podridas.
Es probable que llueva y que escampe y que los ojos
se le sequen después de gemir. Lo adecuado será
que nadie acuda a la cita con aquel que apreciabas,
no en vano se sienta a la sombra de abuelo, si hasta
representa estar entontecido. Tú calla y sonríe y
no robes las peras de compota, le dice. Ella aún no
aparece. Su mano helada arde en su cara, mejor si los
labios pronuncian un nombre que se encomienda al
dolor como si ya no estuviese contigo. Para que las
formalidades se cumplieran solamente sería preciso
que no tardase tanto en bajar B. pintarrajeada de
brea. Además, toca jugar al que calla y nosotros
nos exponemos al rictus amargo y las hijas de los
veraneantes lo tergiversan con sus voces un poco
melifluas. A veces la madre se agacha a mirar
fijamente la pupa, sin quejas porque de nada serviría
el desconsuelo a las diez de la noche. Cuando se
oyen, menos mal, porque ya nadie contaba con ellas,
las palabras hermosas.