El escriba, de Robert y Shana ParkeHarrison

El escriba, de  Robert y Shana ParkeHarrison
"Un libro debería ser un hacha para romper el mar congelado en nuestro interior" "¿Por qué la gente del futuro se molestaría en leer el libro que escribes si no les habla personalmente, si no les ayuda a encontrar significado a su vida?" J.M. COETZEE ("VERANO")

26/11/07

LOBITO



Como siempre, cogen algunos cigarrillos de la pitillera del tío Antonio antes de bajar al baile. Llevan sus chaquetas ajustadas de grandes solapas y botones brillantes, los pantalones de campana con ribete satinado que están de moda y sus botas camperas relucientes. Parecen mayores. Corren alocados, por el empedrado que les lleva a la Plaza, como los danzantes zancudos de las fiestas de la Virgen de agosto. Unos metros antes de llegar, cuando todavía no los baña la luz amarillenta ni el olor a fritanga, guardan el sofoco, peinan sus cabellos grasientos y encienden los Camel sin boquilla regalados. Con un guiño de ojos se dan el visto bueno. Esta vez sí, parecen quererse decir.

Aquello es un colmado de risas y voces. Nubes grises de polvo y tabaco fundidas en niebla de fiesta. Al fondo, sobre el entarimado, apenas se escucha la música de la orquestina de Lucas. Dos, tres sorbos de aguardiente, para abrillantar la mirada, para mear la timidez. Buscan al resto de mozos y, sin despegarse, como lobos en manada, recorren el baile en busca de centellas de ojos verdes, de cuerpos apretados y perfumados, de volúmenes notables de mujer. Codazos como timbres. Avisos de cazador.

Quietos, que están ahí.

Las muchachas, arracimadas en una esquina del escenario, fingen no mirar. Ellos, devoran con los ojos, sin disimular su hambre inexperta.

Que si bailas.
Que tú qué te has creído.
Que sólo me creo lo que me dicen tus párpados de faisán.
Que ja, ja, si ahora resulta que saben hablar finolis.
Que tremenda pena la mía.
Que otra vez será, repeinao.
Que cuándo es eso.
Que dentro de unos años, cuando te salgan los dientes, lobito.

La orquestina de Lucas descansa. Trasquilados dos horas después encienden el último pito, ya sin entusiasmo, con los músculos relajados y sin tener que tragarse el humo. Camino del cerro miran atrás al resurgir las melodías de Lucas. Desde allí la plaza semeja un resplandor ahumado, un tanque de aceite hirviendo, una nebulosa de luz. Siguen caminando con la cabeza gacha. Frente a ellos, un abismo negro les devuelve a la realidad del rebaño de animales, de monte y cuadra. Al llegar al puente, al otro lado del cerro, la luna se asoma tiñéndolo todo de un raso azulado. Uno primero y luego el otro, a cantazos con la luna, con su reflejo en el agua, como borrando las sonrisas de ésas que se divertían despreciándolos. Uno primero y luego el otro, hasta la salida del sol.

¿Tú crees qué...?
Sí.

Uno primero y luego el otro, hasta la próxima noche de sábado, hasta volver a jugar a ser mayor, hasta que una de ellas se deje coger y se acabe todo.

14/11/07

LA CABRA o ¿Quién es Silvia?


¿Qué tiene esta obra, que días después todavía estoy conmocionado?
Pues, así, en resumen, lo tiene todo. Todo lo que puedo desear al acudir al teatro. La obra, en sí, es una maravilla de puesta en escena, de tensión en la acción, de presentación de situaciones y, sobre todo, de provocación con la vaga ilusión de despertarnos del letargo en el que vivimos. Pero, detrás de esa aparente provocación que consiste en presentarnos a un “humano” que satisface sus instintos sexuales con un “animal” (cosa que a tenor de la charla posterior a la visión de la obra, no es nada del otro mundo, y valgan ejemplos varios como: perritos cunilinguis, expertos en reptiles, pastores aburridos, Catalina la Grande y sus caballos, etcétera), detrás digo, aparece la verdadera trama: el drama de la soledad. Martín, en apariencia feliz padre, perfecto marido y en la cumbre de su profesión, se siente tan solo que sólo encuentra consuelo a esa soledad en los ojos color miel de una cabra. Un animal al que puso nombre, Silvia, y al que por un momento, pero de todo corazón, considera que ama, que lo ama hasta el punto de hacerle perder la razón. Y es más, lo necesita, sólo con ella se siente feliz, en las montañas silenciosas, sobre la hierba del prado, acariciando el pelo de esa cabra que le mira y mueve el hocico rumiando su irracionalidad. Y el descubrimiento de semejante relación no tiene otra consecuencia que el hundimiento de la Atlántida que hasta entonces, hasta esos 50 años recién cumplidos, ha sido su mundo. Y a todos confunde la relación, por un momento el hijo siente algo más que amor filial por el padre, por un momento el amigo hermana lealtad y traición, y por un momento la mujer se convierte en una verdadera asesina. Por un momento todo se confunde, pero la luz llega cuando alguien menciona que nada importa más allá del qué dirán, que si nadie fuera de las fronteras del hogar, se entera de la extraña relación, la extraña relación con Silvia no ha existido nunca. Para que veas, si no se publica en El Mundo, no existe; si no sale en los programas amarillos de la televisión, no tiene importancia. Así de cínica es la sociedad, así somos todos: unos bellos durmientes en el estado del bienestar.
Eso de la obra. Pero hay más, hay una extraordinaria, memorable, inconmensurable, apoteósica interpretación sobre las tablas del escenario del Tomás y Valiente. Todos se salen, todos bordean la perfección en la actuación, pero José María Pau y Amparo Pamplona, van más allá de lo perfecto para llegar a lo sublime: cada golpe de voz, cada silencio, cada gesto, cada movimiento en escena derrocha trance, pasión profesional, tablas. Asistimos a un ejercicio de usurpación de personalidad por parte del actor que, poseído, se nos muestra como “otro”, un ser escénico capaz de conmover almas, capaz de producir en el espectador un antes y un después de la visión de la obra, una catarsis del conocimiento, una especie de posesión benéfica que tiene como principal efecto el de limpiar de telarañas los rincones más olvidados de la conciencia, esa misma conciencia que nos diferencia a los “humanos” de los “animales”. Tremendo. Y todo desde el simple ejercicio de su profesión. Hasta límites insospechados para un profano en la materia. El camaleón debe mimetizarse con el medio si desea sobrevivir. La transmutación. Así nos lo confirmó el propio Pau a la salida del teatro: “Hay que adaptarse a la sala. En un teatro tan grande como éste, es necesario medir la duración de los silencios y la significación de los gestos para lograr llegar a todos”. Después de sus palabras, nada más se puede añadir.
Bueno sí… una cosa: Te seguiré siempre por esos escenarios en donde te vacíes, Maestro.