El escriba, de Robert y Shana ParkeHarrison

El escriba, de  Robert y Shana ParkeHarrison
"Un libro debería ser un hacha para romper el mar congelado en nuestro interior" "¿Por qué la gente del futuro se molestaría en leer el libro que escribes si no les habla personalmente, si no les ayuda a encontrar significado a su vida?" J.M. COETZEE ("VERANO")

28/6/07

LA BARBARIDAD

Ellos llegaron y sembraron de sal el camino. Marcharon después en busca del mar. Allí quedó vacía, ennegrecida, calcinada, toda la inmensidad de la montaña, el refugio de la soledad, el sentido idílico de la vida, nuestro santuario.

Mucho tiempo después, ellas comenzaron a arar de nuevo la tierra, a buscar el cristal de los arroyos, los torrentes bravíos de los niños al jugar.
Y de nuevo la fe, de nuevo el buen sentido, de nuevo las risas y las noches con palabras de amor, de nuevo la esperanza en cada amanecer.

Así trascurrió aquel tiempo en el que no se miraba al pasado para dejar de ver aquel bosque quemado lleno de amargura y desolación. Así pasaron los años, hasta que alguno de aquellos niños se atrevió a mirar atrás. Fue entonces cuando le sorprendió el verdor cubriendo las laderas de las montañas, y el agua corriendo por las acequias y los árboles cubiertos de frondosidad. Fue entonces cuando, como estaba escrito, aquella piña cayó y la simiente de la vida se esparció entre la hierba; cuando, tres generaciones después, nadie recordaba la guerra que había arrasado aquel sagrado lugar.

Todo ese tiempo hizo falta para sanar el odio de su corazón, el miedo inscrito en él, sin él saberlo, para borrar el estigma de la barbaridad humana.

7/6/07

LA CASA DE LOS ESPÍRITUS


Shoumila me pidió poder leerlo, y yo obedezco.


A la buena gente de Peñalba de Santiago,
Valle del Silencio,
León


LA CASA DE LOS ESPÍRITUS


Cuando despertó, no recordaba donde se encontraba. Recostado sobre una roca divisaba frente a él, en el fondo del valle, un arroyo que corría rápido entre peñas formando hilos de plata. Era otoño, y los castaños de la umbría semejaban una manta de lana rizada. Matices amarillos y pardos. Lagunas verdes.
El sol se iba ocultando y la ligera brisa del atardecer le produjo un escalofrío que recorrió su columna vertebral. Al agitarse notó un ligero entumecimiento del cuerpo. Llevaba demasiado tiempo apoyado sobre el risco. A su derecha encontró la chaqueta. No tardó en ponérsela, subiendo la cremallera hasta la barbilla. Miró los bolsillos y encontró un paquete de tabaco arrugado y un mechero. Buscó en los bolsillos del pantalón vaquero. Sacó un manojo de llaves de coche y algunas monedas. Las llaves no tenían llavero. Todo le parecía desconocido.
Encendió un cigarrillo mientras contemplaba el ocaso en el valle. Justo debajo de él, una columna de humo se estiraba en busca del cielo. Se asomó con cuidado, y pudo ver un pequeño grupo de casas de piedra que parecían pacer sobre la loma de la montaña. Se incorporó y comenzó a andar en dirección allí. Tuvo que bajar por unos canchales peligrosos que, a cada paso que daba, derramaban cascadas de piedras hacía la profundidad del valle. Al poco tiempo ya se encontraba en la espesura del bosque de robles y castaños. No tardó en encontrar una senda con huellas de animales. Iba recogiendo por el camino algunas castañas recién caídas. Eran grandes y brillantes, suaves al tacto. El olor del humo estaba más próximo. La ausencia de viento hacía que el poblado apareciese difuminado, como si lo ocultase un velo de niebla. Se acercó. Eran cinco o seis construcciones de pizarra, muy antiguas, con el tejado de paja.
Llamó a la puerta de la primera casa. Tenía la chimenea encendida. Esperó pero no tuvo respuesta. Volvió a llamar. Escuchó unos ruidos en el interior, la puerta comenzó a abrirse un poco, lo suficiente para que un anciano de largas barbas cenicientas asomase su cabeza por la rendija.
–Buenas noches. Creo que me he perdido –dijo intentando parecer cortés.
El anciano le miraba con ojos furiosos sin decir nada. Cuando iba a repetir sus palabras, el anciano sacó su huesuda mano por la rendija de la puerta con la clara indicación de que se marchara y no molestara más.
Bajó de espaldas, despacio, los dos escalones que conducían a la vivienda. El anciano tenía algo de misterioso. Decidió llamar a alguna de las otras casas, pero parecían abandonadas.
Un poco más abajo se sintió atraído por el inconfundible olor de castañas asadas. Procedía de una casa más moderna que la del anciano, pero con el mismo tipo de construcción de lascas de pizarra y tejado de paja. Al acercarse unos ladridos de perro le sobresaltaron. La puerta se abrió antes de llegar a ella. Un chico joven, con aspecto de hippie, le guiñó un ojo.
–Andas un poco tarde por estos caminos –pronunció a modo de saludo mientras pelaba una castaña– ¿quieres pasar y tomar algo?
Entró al interior de la casa. Estaba débilmente iluminada pero le pareció un refugio de madera acogedor. Tenía un fuego bajo en el centro de la instancia y, a su alrededor, el suelo estaba alfombrado con jarapas de colores. Como una choza india.
–Creo que me he perdido –dijo a modo de presentación mientras se acercaba al fuego.
–Bueno, todos andamos un poco perdidos –le ofreció un pequeño cuenco de barro–. Vas a probar el aguardiente de Txema –cogió una botella de una estantería–. Yo soy Txema.
Al abrir la botella un aroma dulce inundó la estancia. Olía a manzana. Sirvió un poco de licor y se lo ofreció.
–Muy bueno –dijo después de saborearlo. Debía tener al menos cincuenta grados porque entró en calor al instante– ¿cuántos sois en el pueblo?
Txema le miró como intentando leerle el pensamiento.
–Aunque no lo parezca, aquí hay muchas almas.
Observó más detenidamente el interior de la casa una vez que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. No había ventanas. Ni tenía mesas, ni sillas, ni adornos. Las paredes, como en el, exterior, eran de piedra. El techo era de una madera oscura y brillante, como ébano barnizado. El humo se acumulaba arriba del todo, formando una espesa nube gris. La estancia estaba rodeada de estanterías bajas apoyadas en el suelo sobre las que reposaban cientos de libros repujados en cuero viejo. Txema le acercó un plato con castañas asadas. Tomó una y, sentándose sobre una de las alfombras, prosiguió la conversación.
–Debo de haber dejado el coche al otro lado de la montaña. Paseé hasta la loma y me quedé dormido. Cuando desperté comenzaba a anochecer. Estaba desorientado, vi humo en el valle y he bajado de prisa antes de que pudiese perderme en la noche.
Txema le miraba sin hablar. Se levantó, echó otro leño a la chimenea y sirvió más licor de manzana.
–Bueno –dijo por fin–, dentro de poco tiempo comprenderás lo que ha pasado.
Sus palabras parecían enigmáticas. No se correspondían con su voz melosa y su amabilidad. Mientras le observaba pensó que no se había presentado.
–Yo me llamo Daniel –dijo mientras estiraba su mano ofreciéndosela a Txema–. Estoy de paso por aquí. Me dijeron que este sitio era mágico en otoño y vaya si es verdad.
–¿No recuerdas este lugar?
A Daniel le extrañó la pregunta. Estaba seguro de que nunca había recorrido esas montañas, de que nunca había visitado El valle del silencio. Si hubiese estado antes, lo recordaría. Su belleza era imposible de olvidar.
Iba a contestar cuando sonaron unos golpes en la puerta. Txema abrió. Entró un joven vestido también con pantalones holgados de rayas de colores y camisa hindú. Tenía una pequeña bolsa de cuero colgada del hombro. Se dirigió a Daniel y se le quedó observando con una mirada apacible.
–Yo te conozco –dijo Daniel. Se incorporó y se acercó a él, le miró a los ojos y comenzó a gemir. Abrazó sollozando al recién llegado con ímpetu mientras su mente le mostraba algunos de los mejores recuerdos de su adolescencia–. Me dijeron que habías muerto –susurró mientras contemplaba de cerca su rostro, mientras se aseguraba de que todavía permanecía en su pupila derecha la cicatriz del accidente de moto que le dejo tuerto–. Amigo mío, después de tantos años...
Permanecieron abrazados durante largo tiempo. Sin que Daniel se diese cuenta la casa se iba llenando. Entonces escuchó a sus espaldas una voz conocida, inconfundible, que le llamaba.
–Daniel. Daniel no temas.
Giró la cabeza y vio el rostro de su abuelo Blas. Se abrazó a él intentando comprender qué estaba ocurriendo. El abuelo Blas había muerto hace muchos años. Él mismo acarreó su féretro hasta el camposanto.
–No temas, hijo. Todos estamos aquí.

Tiempo después Daniel volvió a La casa de los Espíritus a recibir a mamá Rosa. Ella le había elegido dedicándole el último de sus pensamientos. Txema le guiñó un ojo mientras le abría la puerta. El aroma a manzana fresca permanecía en la pequeña cabaña de madera. Mamá Rosa le reconoció al instante, y sonrió.
–Cuánto te he echado de menos, hijo.
Se abrazaron al fin.
Como siempre, era otoño, y el valle estaba alfombrado de hojas rizadas de castaño.