El escriba, de Robert y Shana ParkeHarrison

El escriba, de  Robert y Shana ParkeHarrison
"Un libro debería ser un hacha para romper el mar congelado en nuestro interior" "¿Por qué la gente del futuro se molestaría en leer el libro que escribes si no les habla personalmente, si no les ayuda a encontrar significado a su vida?" J.M. COETZEE ("VERANO")

31/10/07

RECARGA (Carta de Santiago a los desencantados)



Nora:
Estoy ahora mismo recostado sobre un muro de granito que parece tener millones de años. Acaricio sus vetas irregulares y adivino el norte cuando siento en la punta de mis dedos las costras de líquenes y un musgo húmedo. Cerca de aquí, bajo unas escaleras abovedadas, truena una gaita como un himno al poder del espíritu en homenaje a Liam O’Flynn. Las aristas del campanario de la catedral de Santiago se recortan contra un cielo rosado que anuncia el final del día. Ya falta menos para que tañan las ocho y yo, ya ves, me siento feliz.
Hace unas horas que llegué. He cumplido con todos los ritos en tu honor y le he hablado a Santiago de ti. “Tú no lo sabes”, le he susurrado al abrazarle, “pero ella te adora, aunque le cueste trabajo”.
Después recordé, Norita, todas tus palabras pronunciadas con ése pegadizo deje porteño que nunca te abandonará aunque lleves treinta años fuera de la Argentina: “¿Vos nunca lo apostás todo?”, dijiste como diciendo que me marchara si ése era mi deseo, que no necesitabas ya mis cuidados y estabas harta de mis lamentos de amigo malherido por desamor. “Lleváte ya ese saquito viejo y cambiálo por otro”, añadiste refiriéndote a mi torturada alma.

Te diré Norita que al principio no traía espíritu de aventura y no permití contagiarme del ánimo del peregrino. Te diré que pasados dos días, mientras yo maldecía mi decisión a cada paso que daba, ellos me enseñaron a curar las ampollas de los pies y a ungírmelos con vicks vaporub cada mañana antes de colocarme los calcetines para evitar heridas. Y siempre sonriendo. Te diré que conocí a Carlitos Piña, masajista vocacional y experto en destripar latas en conserva selladas con ira, que me mostró que era capaz de sacarme diez centímetros hacia afuera el tendón en el talón del pié como si fuese la cuerda de una guitarra mientras me realizaba una autopsia de mi anterior vida y me convencía, como tú, de que lo que me esperaba era mucho mejor de lo vivido. Y sí, Nora, solté lastre al final y sentí caer y hundirse aquel pez de plomo que se atravesaba en la garganta y me ahogaba. Y lo vi reposar como un pecio en el fondo de una grieta dónde debe dormir el olvido.
Norita, no lo creerás pero hablaba con la gente, sentía su calor y me emocionaba de nuevo cuando nos ayudábamos unos a otros y nos dábamos ánimos en muchos momentos en los que el camino se hacía duro: si aparecía la lluvia violenta o si el aire nos vencía y caminábamos ladeados o cuando un calambre nos hacía parecer vencidos. Pensaba y los pensamientos ya no eran dardos de hiel. Poco a poco me di cuenta de que volvía a confiar en las personas, ya conoces mi fe, mi única fe en la humanidad, y mi alma se iba llenando otra vez de luz.
Por entonces ya había dejado los llanos, y los pámpanos de hoja nueva ribeteada en granate y, tras Cebreiro, aparecieron los bosques tupidos de entre la niebla de cada mañana y los verdines y musgos como los que ahora acaricio.
No sé cómo explicarte, sería, sí, igual que arreglar un carburador dañado. Lula, Bocho, Corín y muchos más nos cruzábamos cada día, cada uno andaba a su ritmo y nos veíamos, o no, a la tarde en los albergues para lamer nuestras heridas y contarnos las aventuras. Luego reíamos porque en realidad sabíamos que estábamos compartiendo una experiencia única. ¡Qué poca cosa somos, Norita, y nos creemos el ombligo del mundo! Una noche les canté, con aquella voz telúrica que solía poner Babá, acordáte, la historia de los “niños ortigas”, aquellos a los que nadie quería porque no sabían cómo tratarlos, y me hicieron entender que no estaba solo.

Me dio pena, no creas, cuando a primera hora de la tarde divisé éstas torres de la catedral. Me acordé de todos, uno por uno, de todos los que conocí en estos días. Me acorde de ti y revisé la saca. Estaba llena otra vez, Norita, de ilusión y de buen ánimo, con ganas de arriesgar de nuevo.
Ya en Compostela me dejé llevar por los ríos de gente que caminaban por los adoquines siempre abrillantados por la lluvia. Antes de entrar en el caso antiguo, apartándome unos metros a la derecha de la línea ambarina, visité el “Museo do poblo galego”. Yo primero con los hombres, ya me conoces. Ya dentro de las piedras de la ciudad antigua mis pasos se desviaron de nuevo como atraídos por un poder sobrenatural y me llevaron a “Casa Troya”, construida sobre las ruinas celtas origen de Santiago de Compostela, según me dijeron. Había oído hablar de sus historias de estudiantes y tunantes. Bonito, Norita: su cuadra, sus habitaciones de pudientes y parias, el ático-cocina de la hospedera. Bonito, Norita, pero tenías que verla: morenita como una virgen mexicana, con su pelo azabache divido en dos coletas largas y sus ojazos verdes llenos de misterio. Me dijo que me iba a enseñarme la casa, y me dejé guiar. Hablaba en un susurro sólo para mí, me miraba y, cuando nuestros ojos se cruzaban, sonreía con ellos. Me habló de las cintas de las capas de los tunos y del porqué de los cubiertos de madera, de las historias de estudiantes de aquel tiempo, de los objetos curiosos que se exponían. Y yo mudo. Me enseñó un paraguas muy antiguo, me habló de sus varillas que estaban hechas de barbas de ballena, me dejó que alargase mi mano hacia ellas y probase su flexibilidad y cuando las iba a acariciar, apenas un instante antes, dijo: “no se pueden tocar”, y volvió a sonreír con la mirada mostrando una hermosura maligna. Bonito, Norita, como dos centellas verdes que se clavaron dentro de mí y decidí arriesgar, Nora, otra vez exponer mi corazón, y me oí decir: “¿No me enseñarías también ésta ciudad?”, y me dijo que sí, que salía a las ocho y que la fuera a buscar. Y yo loco.
¿Lo ves?, ya estoy otra vez con lo mío, dándole vueltas a la cabeza. Pero no me olvidé de tu encargo, ya te contaré, del posamano, de los golpes en la frente y del abrazo, que ya le dije que era por ti, para que tus piernas aguantasen unos años más antes de dejar de sentir. Te cogí una estampa que llené de sellos de paso y una concha sin sabor a mar pero que desprende el aroma secreto de los bosques de eucaliptos.

¿Sabés Norita?, mientras empezaba a escribir esta carta, justo antes de dejar de ocultarse el sol por entre el tejado de la catedral, me pareció vislumbrar un rayo de luz verde que me recordó sus ojos esmeraldas. Un rayo de luz que me cegó por un instante, como si hubiese visto el fuego de San Telmo, ése que tú dices que viste una vez, sobre el horizonte del mar de piedra. Quizá sea la señal que siempre he estado buscando, pienso, quizá he tenido que recorrer éste camino para encontrarla, como si fuese un rey mago de Oriente y me dejase guiar por la luz de una flecha amarilla que busca mi alma para llenarla de paz. No sé. Y vos, Norita, de verdad ¿que pensás?

3 comentarios:

María Jesús Siva dijo...

Pasado. Casi siempre en pasado, nos paseamos por un presente que nos fustiga, con un latigazo de memoria que se quedó arañando otros días.
Apostar puede ser peligroso y complicado; pero a veces vale la pena correr el riesgo, cuando sientes ese pellizco que arrebolina tu sangre en un espacio pequeño a punto de rebentar... todo estalla como si hubiera estado esperandote desde hace tiempo para hacerlo en ese instante. Y entonces te arriesgas, te lo juegas todo a ese momento, a ese tiempo que sólo será tuyo en la memoria del futuro próximo, y lo vas conjugando entre minutos y horas de un presente que será pretérito perfecto, un desajuste imperfecto dentro de la rutina, un desjuste perfecto que te salva del atraco de la vida.
Tengo ganas de visitar la casa de Troya, por descubrir el paraguas que refugia de las tormentas, aunque observo que en el último momento no se puede abrir y te pilla el aguacero de lleno.
Besos.

Luisa dijo...

Qué tiempos serán los que nos hagan agitar las alas y llevarnos al instante mismo en el que se formó el remolino. Cuáles, los que dicten nuestros designios. No hay nada escrito. Ni el tiempo existe. Este instante, no es tal. Soltar amarras hacia un futuro que se esfumará en cuanto nos roce. Lo único cierto, es que hay que dejar atrás lo que nos causo daño y amargura. Olvidar, es la tumba. Recomponerse cada mañana de nuestras heridas. Ponernos otra coraza, aún más dura. Buscar otro anhelo. Otro sueño… y seguir. Nuestros pies andarán el camino, si es que acaso no lo hicieron ya. Un beso.

Mos dijo...

Una carta que te transporta en el tiempo. Que te hace recordar a personas cuasi olvidadas en las esquinas de la memoria. Una carta agradecida; casi un homenaje. Una crónica de un viaje que fue ganando empatía a cada paso. Un saludo escrito a nuestra Nora del alma. Gracias maestro por recuperarlo del cajón. Algo así como la memoria histórica de todos. Un abrazo.