El escriba, de Robert y Shana ParkeHarrison

El escriba, de  Robert y Shana ParkeHarrison
"Un libro debería ser un hacha para romper el mar congelado en nuestro interior" "¿Por qué la gente del futuro se molestaría en leer el libro que escribes si no les habla personalmente, si no les ayuda a encontrar significado a su vida?" J.M. COETZEE ("VERANO")

20/9/13

Luis Miguel Rabanal en Madrid

La vida acaba mal, conforme. Si acostumbrabas a dar
vueltas y más vueltas a su alrededor. Si coincidiste
con ella en las fiestas de guardar y en las otras,
sobremanera en las otras. Si suprimías su nombre
advenedizo de las estampas con más colorines para
vengarte prematuramente de alguien. Si has llegado
incluso tú solo hasta aquí, ya puedes contar con
los dedos las páginas apesadumbradas del libro de
horas. Y llorar a raudales. Y abrirte las venas con una
hoja de lata sin importancia ninguna.

Luis Miguel Rabanal
"A la que falta"



17/9/13

"Mi vida como perro", un relato de Andrés Portillo



Hombres frágiles, mujeres de cristal es la última propuesta narrativa de Andrés Portillo. En este volumen de cuentos, el autor getafense nos introduce en un mundo propio, dotado de una atmósfera inquietante, en el que los personajes parecen levitar, darse la vuelta por completo, de dentro afuera, para sacar el animal que los posee
Destaco, porque así me lo ha sugerido al lectura, la presencia del mundo onírico de Quim Monzó en cada uno de los cuentos. Todo, desde las situaciones hasta el estilo, desde la densidad en la reenumeración al surrealismo inexplicado, desde la nomenclatura de los personajes al dominio de la ironía, me ha ido recordando al maestro catalán de lo breve. Y me ha sugerido a Monzó con cierta envidia, porque yo tuve una época de lector-escribiente en que hubiese dado la mano izquierda por lograr escribir un solo cuento de este estilo con plena efectividad.

Ahí va el botón de muestra:


Mi vida como perro
  

Boris es un perro idiota, degenerado y baboso. A Boris le gusta que su ama, la rubia despampanante del cuarto derecha, le pasee una vez al día, le acaricie entre las orejas, y le rasque la barriga cuando retoza en el parque. Eso se nota porque saca la lengua y jadea entusiasmado, como un necio.

Les oigo salir de casa cada tarde. A él, con ese ladrido entre alocado e histérico que tienen los perros que son felices. A ella, sodomizando los escalones con sus zapatos de tacón de aguja, con sus cueros, sus curvas, y esos labios rojos que me hacen salivar como un bulldog.

─ Silencio, Boris, no molestes a los vecinos ─. Su voz sabe a aguardiente con miel, lo sé porque se derrama por el corredor y yo la recojo con la boca para emborracharme.

Cada tarde, a las ocho y media, pego el ojo a la mirilla, siempre puntual, como un voyeur compulsivo, como un obseso. La veo y me flaquean las piernas, me derrito como la mantequilla expuesta al sol, clavo las uñas en la madera de la puerta para no caerme de espaldas. Luego, miro al chucho y se me revuelven las tripas, me pone enfermo imaginar que ese cretino se lleva las caricias de la propietaria de mis sueños, que duerme en su habitación, en su cama, a su lado… Se instalaron en la comunidad hace apenas seis meses. Desde entonces, nunca la he visto llegar a casa con un hombre, ni siquiera con alguna amiga, siempre con él, con el perro engreído.

Por si no lo creen, juro que me habría conformado con observarla, claro que lo juro. Me hubiera bastado ser el espectador de sus contoneos. Un admirador pasivo, invisible y silente, pero ayer el pulgoso debió husmear mi presencia tras la puerta, se encaró y comenzó a ladrar como un energúmeno. Me asusté, por un instante temí ser descubierto.

─ ¡Boris, cállate! ¡Boris, que te calles! ¡Boris, hazme caso o te parto en dos!

 No pude evitarlo, volví a arrimar el ojo y vi cómo la rubia golpeaba al chucho con una cadena gruesa mientras este, sumiso, gemía y buscaba los tobillos del ama para lamerlos con su lengua golosa. Yo sentía cada verdugazo en mi espalda, en mi cuello, en mis brazos…, notaba cómo se me desgarraba la piel, cómo se encendían las ascuas de mi cuerpo a cada golpe. Incompresiblemente, me excitaba con sus gritos, con cada insulto. A la mujer cañón le resplandecían los ojos, se le agitaba el pecho bajo el encaje negro de su escote.

─ ¡Calla! ¡Obedece! ¡Quieto! ─ decía ella, y yo obedecía, dejaba de respirar para no hacer ruido, y me quedaba inmóvil como una roca.

Cuando los golpes dejaron de ser tan contundentes, el degenerado se tumbó y se tapó la cabeza con las patas; debió considerar que ya habían jugado lo suficiente. Fue entonces cuando la mujer despampanante del cuarto derecha decidió terminar con el correctivo. Ató al chucho con la cadena y tiró de él con fuerza camino de la calle, con cara de amante satisfecha. Antes de bajar el primer escalón, clavó sus ojos en mi puerta y me lanzó una sonrisa húmeda que me empapó la entrepierna.

Hoy, agazapado tras la ventana de mi salón, controlo que la rubia sale del portal. A las once y diez de la mañana la veo montar en su coche, irresistible, como siempre. Espero unos minutos, por prudencia, y me encamino a su apartamento después de envolver un exquisito solomillo de ternera en papel de aluminio. Fuerzo la puerta, aparece el chucho y me gano su confianza lanzándole el trozo de carne. Antes de que pueda decir guau, le abro la garganta con un cuchillo afilado, busco la cadena, me la ciño al cuello y aúllo como un lobo orgulloso. Entonces, recorro la casa olisqueando por los rincones. Froto mi lomo con las esquinas para familiarizarme con ella, para hacerla mi hogar. Devoro unas galletitas con sabor a pollo asado que hay en un plato y me tumbo en el suelo a dormir la siesta. Cuando oigo que llega el ama, acudo a recibirla a cuatro patas. Ladro y salto como un perro feliz. Ella encuentra la puerta rota, a Boris muerto, y duda un instante. Me temo lo peor, sin embargo, sonríe, me acaricia entre las orejas y me rasca la barriga.

─ ¿Sabes?, eres un cachorrito muy travieso ─ dice mi dueña.

Entonces saco la lengua y jadeo entusiasmado, como un chucho goloso que quiere jugar.