Hombres frágiles, mujeres de cristal es la última propuesta narrativa de Andrés Portillo. En este volumen de cuentos, el autor getafense nos introduce en un mundo propio, dotado de una atmósfera inquietante, en el que los personajes parecen levitar, darse la vuelta por completo, de dentro afuera, para sacar el animal que los posee.
Destaco, porque así me lo ha sugerido al lectura, la presencia del mundo onírico de Quim Monzó en cada uno de los cuentos. Todo, desde las situaciones hasta el estilo, desde la densidad en la reenumeración al surrealismo inexplicado, desde la nomenclatura de los personajes al dominio de la ironía, me ha ido recordando al maestro catalán de lo breve. Y me ha sugerido a Monzó con cierta envidia, porque yo tuve una época de lector-escribiente en que hubiese dado la mano izquierda por lograr escribir un solo cuento de este estilo con plena efectividad.
Ahí va el botón de muestra:
Mi vida como perro
Boris es un perro idiota, degenerado y baboso. A Boris le gusta que su ama,
la rubia despampanante del cuarto derecha, le pasee una vez al día, le acaricie
entre las orejas, y le rasque la barriga cuando retoza en el parque. Eso se
nota porque saca la lengua y jadea entusiasmado, como un necio.
Les oigo salir de casa cada
tarde. A él, con ese ladrido entre alocado e histérico que tienen los perros
que son felices. A ella, sodomizando los escalones con sus zapatos de tacón de
aguja, con sus cueros, sus curvas, y esos labios rojos que me hacen salivar
como un bulldog.
─ Silencio, Boris, no molestes a los vecinos ─. Su voz sabe a aguardiente
con miel, lo sé porque se derrama por el corredor y yo la recojo con la boca
para emborracharme.
Cada tarde, a las ocho y media,
pego el ojo a la mirilla, siempre puntual, como un voyeur compulsivo, como un
obseso. La veo y me flaquean las piernas, me derrito como la mantequilla expuesta
al sol, clavo las uñas en la madera de la puerta para no caerme de espaldas.
Luego, miro al chucho y se me revuelven las tripas, me pone enfermo imaginar
que ese cretino se lleva las caricias de la propietaria de mis sueños, que
duerme en su habitación, en su cama, a su lado… Se instalaron en la comunidad
hace apenas seis meses. Desde entonces, nunca la he visto llegar a casa con un
hombre, ni siquiera con alguna amiga, siempre con él, con el perro engreído.
Por si no lo creen, juro que me habría conformado con observarla, claro que
lo juro. Me hubiera bastado ser el espectador de sus contoneos. Un admirador
pasivo, invisible y silente, pero ayer el pulgoso debió husmear mi presencia
tras la puerta, se encaró y comenzó a ladrar como un energúmeno. Me asusté, por
un instante temí ser descubierto.
─ ¡Boris, cállate! ¡Boris, que te calles! ¡Boris, hazme caso o te parto en
dos!
No pude evitarlo, volví a arrimar el
ojo y vi cómo la rubia golpeaba al chucho con una cadena gruesa mientras este,
sumiso, gemía y buscaba los tobillos del ama para lamerlos con su lengua
golosa. Yo sentía cada verdugazo en
mi espalda, en mi cuello, en mis brazos…, notaba cómo se me desgarraba la piel,
cómo se encendían las ascuas de mi cuerpo a cada
golpe. Incompresiblemente, me excitaba con sus gritos, con cada insulto. A la mujer cañón le resplandecían los
ojos, se le agitaba el pecho bajo el
encaje negro de su escote.
─ ¡Calla! ¡Obedece! ¡Quieto! ─ decía ella, y yo obedecía, dejaba de
respirar para no hacer ruido, y me quedaba inmóvil como una roca.
Cuando los golpes dejaron de ser tan contundentes, el degenerado se tumbó y
se tapó la cabeza con las patas; debió considerar que ya habían jugado lo
suficiente. Fue entonces cuando la mujer despampanante del cuarto derecha
decidió terminar con el correctivo. Ató al chucho con la cadena y tiró de él
con fuerza camino de la calle, con cara de amante satisfecha. Antes de bajar el
primer escalón, clavó sus ojos en mi puerta y me lanzó una sonrisa húmeda que
me empapó la entrepierna.
Hoy, agazapado tras la ventana de mi salón, controlo que la rubia sale del
portal. A las once y diez de la mañana la veo montar en su coche, irresistible,
como siempre. Espero unos minutos, por prudencia, y me encamino a su
apartamento después de envolver un exquisito solomillo de ternera en papel de
aluminio. Fuerzo la puerta, aparece el chucho y me gano su confianza lanzándole
el trozo de carne. Antes de que pueda decir guau, le abro la garganta con un
cuchillo afilado, busco la cadena, me la ciño al cuello y aúllo como un lobo
orgulloso. Entonces, recorro la casa olisqueando por los rincones. Froto mi
lomo con las esquinas para familiarizarme con ella, para hacerla mi hogar.
Devoro unas galletitas con sabor a pollo asado que hay en un plato y me tumbo
en el suelo a dormir la siesta. Cuando oigo que llega el ama, acudo a recibirla
a cuatro patas. Ladro y salto como un perro feliz. Ella encuentra la puerta
rota, a Boris muerto, y duda un instante. Me temo lo peor, sin embargo, sonríe,
me acaricia entre las orejas y me rasca la barriga.
─ ¿Sabes?, eres un cachorrito muy travieso ─ dice mi dueña.
Entonces saco la lengua y jadeo entusiasmado, como un chucho goloso que
quiere jugar.
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