El escriba, de Robert y Shana ParkeHarrison

El escriba, de  Robert y Shana ParkeHarrison
"Un libro debería ser un hacha para romper el mar congelado en nuestro interior" "¿Por qué la gente del futuro se molestaría en leer el libro que escribes si no les habla personalmente, si no les ayuda a encontrar significado a su vida?" J.M. COETZEE ("VERANO")

9/4/12

Presentación de "Nada somos", el nuevo libro de poemas de Francisco Cenamor, en Fuenlabrada



Será el jueves 12 de abril, a las 19:00 horas en el Café-Librería La Maga (Calle Italia, 4 , junto al cc. plaza de la estación, muy próximo a renfe). Tendré el placer de presentarlo y contaré alguna anécdota de cómo se fue forjando este poemario, pues por aquella época (hace un par de años) preparábamos la lectura dramatizada de la adaptación que realicé de Óscar y Mamie Rose, un texto de Eric-Emmanuel Schmitt, quizá el dramaturgo francés más representado.
Me acuerdo muy bien cómo surgió el siguiente poema...

Abuelo
Llegábamos siempre de noche. El pueblo vivía sumergido en la niebla. Sus habitantes envueltos en el viento sonreían. En la casa esperaba el olor de una sopa caliente. Besos abrazos, Abuela cubría nuestros pequeños cuerpos con sábanas de franela. Aquella manta que tanto nos picaba. Nos asustaba el brillo de la cruz sobre nuestras cabezas con su Cristo esperando un abrazo

El sábado salía el sol en aquel pueblo. Traje de pana boina limpia oliendo a colonia. Abuelo entraba feliz en mitad del desayuno. Rompíamos el silencio de la espera para saludarle entre risas. Gotas de colacao migas de madalena festejaban entre tazones de barro. Le abrazábamos roble que acogía entre sus robustas ramas. Nos subía en su impoluta bicicleta que siempre recordaré apoyada en la cal de la entrada. Con su impecable color marrón su alazán de tintes dorados. Paseábamos por las estrechas calles mientras saludábamos a las señoras a los gatos aquellos sábados sobre dos ruedas.

El domingo restregando con fuerza los ojos acudíamos a misa en la pequeña iglesia del pueblo. Mi hermana yo muy juntos imitábamos el gesto de los mayores cuando recibían en sus bocas la sagrada forma.

Por la tarde había que marcharse Abuela nos cubría de besos caramelos. Abuelo esperaba en la carretera Al pasar nos saludaba con ternura sonriendo con la bicicleta apoyada en algún árbol.

Un año
tras otro
y otro año

No tardamos en crecer. Tampoco tardó Abuelo en morir. La bicicleta siguió presidiendo la entrada de la casa. Los habitantes del pueblo fueron pareciéndonos menos felices. Mi hermana dejó de ir. Abuela también murió Se abrazó muy fuerte a su marido cuando la enterramos

Un día el alazán quedó borrado por el orín del hierro. Mi padre llevó la bicicleta al vertedero que estaba en la carretera. La dejó apoyada en un árbol caído. Al marcharnos la vi y a Abuelo saludando con su sonrisa de ternura.

Nunca quise volver.

Y este otro...

Perros
El Rubio era un perro fiel.
Siempre miraba a Perla con ojos veladores. Era su hermana.
No le gustaba verla coquetear: con los niños, con los adultos,
con el cartero, con los otros perros del pueblo.
En ocasiones le gruñía.
Eran los dos únicos perros de su raza en aquel puñado de casas.
Grandes, del color de los caramelos de tofe.
Soportaban con paciencia mi atrevida niñez de largos veranos sin clases.
Aún antes, casi recién nacido, dormía en la sombra acolchado por sus cuerpos.

El Rubio caminaba tranquilo calle abajo.
Miraba de reojo a un lado: a mí. Y al otro: a su hermana.
Jugando al escondite, el que se la ligaba lo tenía fácil. Siempre me descubrían.
Un día, quemaba hormigas en las afueras del pueblo cuando llegó la tormenta.
Tiró de la pernera de mis pantalones hasta llegar a las ruinas de un caserón abandonado.
Al poco cayó un rayo sobre el hormiguero. Me fascinó la potencia del estallido.
El Rubio me miró muy profundo a los ojos.

La perra comenzó a engordar. Estaba preñada. Abuela se alegró,
preparó un lecho mullido y llevó a bendecir al animal.
Una mañana escuché al despertar débiles gemidos. Bajé corriendo,
los ojos cubiertos de legañas.
Perla, nerviosa, lamía a sus seis cachorros, como seis gotas de agua,
seis espejos de su madre. Y de su padre.
Abuela montó en cólera al verlos. Metió los cachorros en una bolsa,
la cerró, se la dio a Abuelo. La colgó de su bicicleta.
Despacio, se perdió carretera alante.
Por la noche sentí en el corazón
los golpes secos que el Rubio recibía. No emitió quejido alguno.
Moribundo, ladró por primera vez a Abuela mientras ella golpeaba a Perla.
Los aullidos de dolor de su hermano atravesaron la noche y mi alma.
Al amanecer murió la perra. Su hermano se arrastró hasta su cuerpo,
la cubrió con una pata. Murió también. Con ellos, mi inocencia.


Del poemario Nada somos (Editorial Luces de Gálibo, Málaga, 2011)

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