El escriba, de Robert y Shana ParkeHarrison

El escriba, de  Robert y Shana ParkeHarrison
"Un libro debería ser un hacha para romper el mar congelado en nuestro interior" "¿Por qué la gente del futuro se molestaría en leer el libro que escribes si no les habla personalmente, si no les ayuda a encontrar significado a su vida?" J.M. COETZEE ("VERANO")

13/5/14

Maravilloso, Coetzee

Esperando a los bárbaros es, hasta ahora, el mejor libro de Coetzee que he leído. Y decir "el mejor", después de leer Verano o Juventud, ya es mucho.
Fragmento de mi última lectura: En medio de ninguna parte:
122. ¿Será posible que exista una explicación para todas las cosas que hago, y que esa explicación se encuentre en mi interior, como una llave que tintinea dentro de un bote, a la espera de que alguien la extraiga y la utilice para  descerrajar el misterio? ¿Será la clave esto que sigue? Mediante la gestación del conflicto que me enfrenta con mi padre espero elevarme hasta salir del interminable marasmo de las meditaciones sobre una existencia desmembrada y erigirme en verdadero agonista, atravesar una crisis para alcanzar su resolución. De ser así, ¿deseo estar en condiciones de hacer uso de esa llave, o acaso deseo más bien dejarla caer en silencio en la cuneta y no volver a verla nunca más? ¿No es acaso notorio cómo, en un momento dado, puedo alejarme a buen paso de la escena en que transcurre la crisis, del tiroteo y los chillidos, de los placeres cortados en flor, arrastrando los zapatos sobre los guijarros, los rayos de la luna posados sobre mí como si fuesen lingotes de plata, mientras la brisa nocturna va tornándose heladora, y al instante siguiente verme perdida del todo y de nuevo inmersa en el farfullar de las palabras? ¿Acaso, me pregunto, soy algo más que una mera cosa entre las cosas, un cuerpo propulsado a lo largo del camino por los tendones y las palancas de los huesos, o soy, antes bien, un monólogo que se desplaza a través del tiempo, a unos palmos sobre el nivel del suelo, si es que el suelo no resultara ser simplemente una palabra más, en cuyo caso es evidente que he vuelto a perderme? Sea cual sea el caso, es evidente que no soy yo misma, al menos de forma tan clara como en el fondo me gustaría. ¿Cuándo  conseguiré que se olvide mi comportamiento de esta noche? Debería haber salvaguardado mi paz interior, o haber sido más firme. Mi disgusto por las penas de Hendrik puso de manifiesto mi pusilanimidad. Una mujer por cuyas venas corre la sangre encarnada (¿de qué color es la mía: de un rosa aguado, de un púrpura oscuro?) habría depositado un hacha en sus manos y lo habría introducido en la casa, en busca de venganza. Una mujer decidida a ser autora de su propia vida jamás se habría encogido a la hora de abrir las cortinas de golpe y de haber inundado de luz la culpabilidad de los yacentes, de la luz de la luna, de la luz de las llamas. Yo en cambio, tal como temía, aleteo siempre entre el cansancio del drama y la languidez de la meditación. Aunque apunté la escopeta y accioné el gatillo, cerré los ojos. No fue tan solo la debilidad propia de la mujer la que me llevó a actuar de ese modo, sino una lógica privada, una psicología que se había propuesto impedirme ver la desnudez de mi padre. (Y quizá fue esa misma psicología la que me impidió acercarme a consolar al pobre Hendrik.) (Nada he dicho de la desnudez de la chica. ¿Por qué?) Hay cierto consuelo en el hecho de contar con una determinada psicología, pues ¿ha existido alguna vez un ser provisto de psicología y desprovisto de existencia? Sin embargo, también ello es causa de intranquilidad. En un relato tejido de motivaciones conscientes, ¿qué ser podría ser yo? Mi libertad está en entredicho, me van arrinconando una serie de fuerzas que escapan a mi dominio, pronto no me quedará más que acuclillarme en un rincón a llorar, a tensar los músculos. No constituye ninguna diferencia el hecho de que en el momento actual ese rincón se me presente como una larga caminata al aire libre: al final del camino descubriré que la tierra es redonda: los rincones pueden adoptar múltiples formas. Ni siquiera estoy preparada para vivir errando de continuo por los caminos. Ello equivale a decir que: como dispongo de brazos y piernas, como caería en la tentación de engañarme a mí misma si dijese que tengo una evidente necesidad de manutención —con las langostas y las lluvias, cambiando de calzado de vez en cuando, podría seguir en marcha hasta el infinito—, la verdad es que no tengo agallas para hacer frente a la gente a que he de encontrarme, los posaderos y los postillones, los caminantes, si es que ese es el siglo en que vivo, y las aventuras, las violaciones y los robos, no porque posea yo nada que sea susceptible de robar otra persona, no porque posea yo nada que merezca el alarde de una violación, esa sí que sería una escena digna del recuerdo, aunque le puede ocurrir a cualquiera y en el momento más inesperado. Si, por otra parte, el camino fuese ya por siempre tal como es ahora, oscuro, sinuoso, pedregoso, si pudiese trastabillar para siempre y seguir así adelante, a la luz de la luna o a la luz del sol, sea como haya de ser, sin llegar nunca a lugares tales como Armoede, la estación o la ciudad en la que se echa a perder a las hijas, si, colmo de las maravillas, el camino no llevase a ninguna parte un día tras otro, semana tras semana, estación tras estación, salvo, tal vez, y con mucha suerte, al fin del mundo, entonces tal vez podría entregarme al camino, a vivir una vida de errancia, sin psicología, sin aventuras, sin forma ni perfil, paso a paso, cansina, con mis viejos zapatos, que terminarían por convertirse en andrajos pero que de inmediato repongo con los zapatos de cordones que llevo colgados del cuello como si fuesen dos pechos negros, deteniéndome muy de ciento en viento a cazar langostas, deteniéndome menos veces aún para hacer caso a las llamadas de la naturaleza, haciendo si acaso alguna que otra parada para dormir, para soñar, pues sin sueños morimos, y el hilo de mis meditaciones, negro sobre blanco, flotaría a mis espaldas como una neblina posada a varios palmos del suelo, extendiéndose hasta el horizonte mismo, sí, a la altura de mi vida como en realidad merezco. Si de veras hubiese sabido que eso era todo lo que se exigía de mí, habría acelerado el paso al punto, habría empezado a caminar con zancadas más largas, meneando las caderas, habría echado a caminar con el corazón alegre y con una sonrisa en los labios. Pero tengo razones para sospechar, o tal vez no se trate de la razón, esta no es la esfera de la razón, tengo pues la sospecha, una sospecha pura y simple, una sospecha carente por completo de base, de que este camino conduce, si tomo el ramal de la derecha, directamente a Armoede, y si tomo el ramal de la izquierda, a la estación, y si decido encaminar mis pasos al sur y cruzar las traviesas, un buen día me encontraré a la orilla del mar, escuchando el rumor de las olas, o bien caminaré derecha hacia el mar, donde, como un milagro que resulta no serio, propulsada de forma incansable por mecanismos ancilares, mi cabeza se sumergiría en las aguas y el hilo de palabras terminaría por deshacerse sumido por las burbujas. ¿Y qué voy a decir a los viajeros del tren, que me contemplarán con tanta extrañeza a causa de los zapatos de repuesto que llevaría colgados del cuello, a causa de las langostas que sobresalen por el cierre de mi bolso de mano, a los ancianos, afables caballeros de sienes plateadas, a la dama gruesa y vestida de negro que de vez en cuando se seca el sudor que le perla el labio superior con un minúsculo, coquetísimo pañuelo, al joven envarado que con tanta atención me mira y que en cualquier momento, según sea el siglo en que vivo, podría revelárseme como mi propio hermano, perdido hace tanto tiempo, o como mi seductor implacable, o como ambas cosas a la vez? ¿Qué palabras les tengo reservadas a todos ellos? Separo los labios, se me ven los dientes amarillentos, notan el olor de mis muelas cariadas, se quedan helados cuando ruge sobre ellos el viejo, frío, negro viento que sopla de ningún lugar, de parte alguna, que sopla inacabablemente a través de mí.

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