Esperando a los bárbaros es, hasta ahora, el mejor libro de Coetzee que he leído. Y decir "el mejor", después de leer Verano o Juventud, ya es mucho.
Fragmento de mi última lectura: En medio de ninguna parte:
122. ¿Será posible que exista una explicación
para todas las cosas que hago,
y que esa explicación se encuentre en mi interior, como una llave que tintinea
dentro de un bote, a la espera de que alguien la extraiga y la utilice
para descerrajar el misterio? ¿Será la
clave esto que sigue? Mediante la gestación del conflicto que me enfrenta con
mi padre espero elevarme hasta salir del interminable marasmo de las
meditaciones sobre una existencia desmembrada y erigirme en verdadero agonista,
atravesar una crisis para alcanzar su resolución. De ser así, ¿deseo estar en
condiciones de hacer uso de esa llave, o acaso deseo más bien dejarla caer en
silencio en la cuneta y no volver a verla nunca más? ¿No es acaso notorio cómo,
en un momento dado, puedo alejarme a buen paso de la escena en que transcurre
la crisis, del tiroteo y los chillidos, de los placeres cortados en flor,
arrastrando los zapatos sobre los guijarros, los rayos de la luna posados sobre
mí como si fuesen lingotes de plata, mientras la brisa nocturna va tornándose
heladora, y al instante siguiente verme perdida del todo y de nuevo inmersa en
el farfullar de las palabras? ¿Acaso, me pregunto, soy algo más que una mera
cosa entre las cosas, un cuerpo propulsado a lo largo del camino por los
tendones y las palancas de los huesos, o soy, antes bien, un monólogo que se
desplaza a través del tiempo, a unos palmos sobre el nivel del suelo, si es que
el suelo no resultara ser simplemente una palabra más, en cuyo caso es evidente
que he vuelto a perderme? Sea cual sea el caso, es evidente que no soy yo
misma, al menos de forma tan clara como en el fondo me gustaría. ¿Cuándo conseguiré que se olvide mi comportamiento de
esta noche? Debería haber salvaguardado mi paz interior, o haber sido más
firme. Mi disgusto por las penas de Hendrik puso de manifiesto mi
pusilanimidad. Una mujer por cuyas venas corre la sangre encarnada (¿de qué
color es la mía: de un rosa aguado, de un púrpura oscuro?) habría depositado un
hacha en sus manos y lo habría introducido en la casa, en busca de venganza.
Una mujer decidida a ser autora de su propia vida jamás se habría encogido a la
hora de abrir las cortinas de golpe y de haber inundado de luz la culpabilidad
de los yacentes, de la luz de la luna, de la luz de las llamas. Yo en cambio,
tal como temía, aleteo siempre entre el cansancio del drama y la languidez de
la meditación. Aunque apunté la escopeta y accioné el gatillo, cerré los ojos.
No fue tan solo la debilidad propia de la mujer la que me llevó a actuar de ese
modo, sino una lógica privada, una psicología que se había propuesto impedirme
ver la desnudez de mi padre. (Y quizá fue esa misma psicología la que me
impidió acercarme a consolar al pobre Hendrik.) (Nada he dicho de la desnudez
de la chica. ¿Por qué?) Hay cierto consuelo en el hecho de contar con una determinada
psicología, pues ¿ha existido alguna vez un ser provisto de psicología y
desprovisto de existencia? Sin embargo, también ello es causa de
intranquilidad. En un relato tejido de motivaciones conscientes, ¿qué ser
podría ser yo? Mi libertad está en entredicho, me van arrinconando una serie de
fuerzas que escapan a mi dominio, pronto no me quedará más que acuclillarme en
un rincón a llorar, a tensar los músculos. No constituye ninguna diferencia el
hecho de que en el momento actual ese rincón se me presente como una larga
caminata al aire libre: al final del camino descubriré que la tierra es
redonda: los rincones pueden adoptar múltiples formas. Ni siquiera estoy
preparada para vivir errando de continuo por los caminos. Ello equivale a decir
que: como dispongo de brazos y piernas, como caería en la tentación de
engañarme a mí misma si dijese que tengo una evidente necesidad de manutención
—con las langostas y las lluvias, cambiando de calzado de vez en cuando, podría
seguir en marcha hasta el infinito—, la verdad es que no tengo agallas para
hacer frente a la gente a que he de encontrarme, los posaderos y los
postillones, los caminantes, si es que ese es el siglo en que vivo, y las
aventuras, las violaciones y los robos, no porque posea yo nada que sea
susceptible de robar otra persona, no porque posea yo nada que merezca el
alarde de una violación, esa sí que sería una escena digna del recuerdo, aunque
le puede ocurrir a cualquiera y en el momento más inesperado. Si, por otra
parte, el camino fuese ya por siempre tal como es ahora, oscuro, sinuoso,
pedregoso, si pudiese trastabillar para siempre y seguir así adelante, a la luz
de la luna o a la luz del sol, sea como haya de ser, sin llegar nunca a lugares
tales como Armoede, la estación o la ciudad en la que se echa a perder a las
hijas, si, colmo de las maravillas, el camino no llevase a ninguna parte un día
tras otro, semana tras semana, estación tras estación, salvo, tal vez, y con
mucha suerte, al fin del mundo, entonces tal vez podría entregarme al camino, a
vivir una vida de errancia, sin psicología, sin aventuras, sin forma ni perfil,
paso a paso, cansina, con mis viejos zapatos, que terminarían por convertirse
en andrajo s pero que de inmediato
repongo con los zapatos de cordones que llevo colgados del cuello como si
fuesen dos pechos negros, deteniéndome muy de ciento en viento a cazar
langostas, deteniéndome menos veces aún para hacer caso a las llamadas de la
naturaleza, haciendo si acaso alguna que otra parada para dormir, para soñar,
pues sin sueños morimos, y el hilo de mis meditaciones, negro sobre blanco,
flotaría a mis espaldas como una neblina posada a varios palmos del suelo,
extendiéndose hasta el horizonte mismo, sí, a la altura de mi vida como en
realidad merezco. Si de veras hubiese sabido que eso era todo lo que se exigía
de mí, habría acelerado el paso al punto, habría empezado a caminar con
zancadas más largas, meneando las caderas, habría echado a caminar con el
corazón alegre y con una sonrisa en los labios. Pero tengo razones para
sospechar, o tal vez no se trate de la razón, esta no es la esfera de la razón,
tengo pues la sospecha, una sospecha pura y simple, una sospecha carente por
completo de base, de que este camino conduce, si tomo el ramal de la derecha,
directamente a Armoede, y si tomo el ramal de la izquierda, a la estación, y si
decido encaminar mis pasos al sur y cruzar las traviesas, un buen día me
encontraré a la orilla del mar, escuchando el rumor de las olas, o bien
caminaré derecha hacia el mar, donde, como un milagro que resulta no serio,
propulsada de forma incansable por mecanismos ancilares, mi cabeza se
sumergiría en las aguas y el hilo de palabras terminaría por deshacerse sumido
por las burbujas. ¿Y qué voy a decir a los viajeros del tren, que me contemplarán
con tanta extrañeza a causa de los zapatos de repuesto que llevaría colgados
del cuello, a causa de las langostas que sobresalen por el cierre de mi bolso
de mano, a los ancianos, afables caballeros de sienes plateadas, a la dama
gruesa y vestida de negro que de vez en cuando se seca el sudor que le perla el
labio superior con un minúsculo, coquetísimo pañuelo, al joven envarado que con
tanta atención me mira y que en cualquier momento, según sea el siglo en que
vivo, podría revelárseme como mi propio hermano, perdido hace tanto tiempo, o
como mi seductor implacable, o como ambas cosas a la vez? ¿Qué palabras les
tengo reservadas a todos ellos? Separo los labios, se me ven los dientes
amarillentos, notan el olor de mis muelas cariadas, se quedan helados cuando
ruge sobre ellos el viejo, frío, negro viento que sopla de ningún lugar, de
parte alguna, que sopla inacabablemente a través de mí.
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