El 22 de febrero de 2007 entregué al editor la primera versión de El laberinto de Noé. Llevaba por título Pinball, porque se trataba de jugar con los 32 textos que conformaban la narración. Del flipper a las dianas, a las gomas, a las luces; por los pasillos, consiguiendo avances antes de que la máquina se traguase la bola.
Como la vida misma. Tú no eres el que juega a la máquina, eres la bola con la que juegan.
32 relatos cortos unidos por una narración más larga, una novela que iba hilando los textos.
Una novela que comenzaba así:
UN GALEÓN
EN UN MAR ESMERALDA
–Si te quieres
matar bebiendo, por lo menos que sea con algo de calidad.
Eso me dijo, y
dejó en el carrito de la compra una botella de Cardhu. Ni levanté la mirada. Me
limité a admirar aquel vidrio ambarino de contornos redondeados. Contrastaba
bien con las otras diez botellas verdes. Un galeón en un mar esmeralda.
Magnífico.
Sabía quién
era. Lo veía cada tarde, al otro lado del seto de aligustre. Él con su lectura,
y yo con mi vaso. Los dos mirando más allá de lo que parecíamos mirar. Colocaba
la hamaca bajo la higuera y se introducía en otro mundo. Horas y horas, hasta
que el sol dejaba de calentar. Entonces, recogía la hamaca y subía al porche a
contemplar el anochecer. En ese momento nuestras miradas se unían. También más
allá. La mía, vagabunda y errada, desdibujada y nostálgica, sólo encontraba
consuelo con aquel último rayo de luz.
Se precisaba
con urgencia cambio para la caja siete. Eso fue lo que me sacó de la
ensoñación. Él seguía allí. Mirándome casi con ternura.
–No creo que
tu abuelo estuviese muy orgulloso de ti en estos momentos.
Yo tampoco lo
creía. Pero me daba lo mismo. Había defraudado a todo el mundo y, sobre todo,
me había defraudado a mí mismo. Opté por el camino fácil. No tengo más remedio
que reconocerlo. Quitarme de en medio de todo aquel espanto. Una licencia de
tres meses en el trabajo. Huir de la ciudad. Refugiarme en la casa de mi
infancia. Rodearme de recuerdos atrasados para empezar de nuevo. Otra vida.
Volver allí donde había equivocado el camino de mi vida. Buscar otra senda, más
afín conmigo mismo. Volver a empezar. Así lo había decidido. Otra vida. Llevaba
un mes en el pueblo y no había hecho más que beber. Como si me intentase
anestesiar para extirparme la amargura. Dormir mi mundo. Supongo que para tener
valor de suturar aquella herida en el alma. Pero era despertarme y buscar qué
beber para volver a dormir. Ni siquiera había limpiado la casa. Ni siquiera la
habitación en la que caía derrotado cada noche. Ni siquiera me asqueaba el olor
a jugos estomacales revertidos, a piel mudada, a basura y derrota. Todo
alrededor me daba lo mismo. Un galeón en el mar esmeralda.
–“Será su
propio Dios”. Así acababa Noé sus muchos monólogos sobre su nieto.
Intentaba
recordar. Sí, algo activaba esa frase en mi cerebro. Algo poderoso. Sí, ya me
acordaba. Aquellos desayunos en la garita de madera, junto a los rieles del
tren y el cambio de vía. Todavía no había amanecido. Yo salía de la casa y
llevaba la tartera con la tortilla de patata recién cocinada. Todavía no había
amanecido y yo salía de la casa. Cruzaba el campo, los hierbajos y las pajas
que me llegaban al pecho, por la senda que cada día trazaba el abuelo. El
camino diario. ¿Quién puede decir que, allí dónde nada existía, en medio del
campo, una hilera de tierra como una cicatriz ha nacido de sus pies? Sólo las
personas con decisión trazan nuevos caminos. Sólo ellas ven lo que nadie más
ve. Sí, sólo existía esa vereda, esa minúscula senda junto a la tapia. Lo demás
era selva. Iba con miedo. Sí, los ruidos del campo en la noche. Los grillos con
su eterno frotar de los élitros. Con su repentina mudez al acercarme. Era como
si el mar de ruidos se abriese a mi paso. Cesaban los trinos de los pájaros
madrugadores, las pisadas indefinibles de los gatos o de los animales
escondidos en la maleza, el roer de las ratas. Primero algo de miedo. Después
no. Después me sentía enorme. Me iba agrandando al llegar al otro lado del
campo. Entonces ya divisaba el perfil oscuro del resto de casas. Estaba a punto
de lograrlo. La travesía. De un continente a otro. Y la tartera caliente en mis
manos. El olor a comida deliciosa. A veces, incluso me atrevía a correr por
aquella estrecha senda. A veces, incluso a cerrar los ojos caminando. Alguna
vez gritando, cuando ya estaba a punto de salir del campo, ¡lo conseguí!
Luego se lo
contaba al abuelo. Mientras comíamos esa tortilla y veíamos amanecer sobre
aquel campo que parecía mucho más pequeño con la luz. Más pacífico. Menos
acechante. Un mar dorado en calma. Le decía que parecía que las hierbas se apartaban
a mi paso, que los animales callaban y que una extraña sensación de seguridad
me inundaba. Entonces me lo decía. “Hijo, tú serás tu propio Dios”.
–Sí, eso
decía…–Mantenimiento, pase por el
almacén. Sección de electrodomésticos, le están esperando. Hoy aproveche
nuestras ofertas del día– Como puede usted ver, estaba equivocado.
Ni siquiera
pensé lo que dije. Un segundo después, sí. Confesé que era un pelele, un
fracasado. Ya lo había aceptado. Eso habían significado mis palabras. “Asumo
que no valgo para nada”. A continuación podía ponerme a llorar. O podía abrir
una botella y beber allí mismo. O podía volver a perder la mirada en otras
realidades. O podía mirarle a los ojos y entregarle parte de mi lástima por mí
mismo. Su voz me sacó de la espiral.
–Estás
confundido. Es lógico. Ya deberías saber que en este mundo no hay ganadores. Ni
uno sólo. –Su poderosa voz de locutor, de dios terrenal me envolvía–. Ni
siquiera todos esos que ahora aparecen en la televisión con sonrisa de perlas y
cara de triunfo. Ni los diez primeros en la lista de milmillonarios. Te puedo
asegurar que las cosas son así y, lo que es peor, que este mundo no tiene
remedio. Ya lo dijo Cervantes con todo su Quijote hace cuatrocientos años. Así
opinábamos también tu abuelo y yo.
Sí, era
verdad. El viejo Noé no se cansaba de decirlo. Ya era sabio cuando yo era niño.
Me miraba con sus ojos azules dentro del alma, y buscaba el momento oportuno
para poner la larva. El Quijote, sí, su evangelio. Lo abría y leía con su voz
de maestro un párrafo que había seleccionado. Lo volvía a leer, con exactamente
la misma entonación, para que lo comprendiese. Luego me preguntaba ¿qué te
parece? Nada. No me entero de nada, me daban ganas de decir, como en las clases
de matemáticas de la escuela. Pero el abuelo se merecía ir más allá. Otro
esfuerzo. Le pedía el libro, forrado con papel de periódico, manoseado, incluso
con restos de grasa de las palancas del cambio de vía. Leía despacio. Intentaba
comprenderlo. Y respondía con sinceridad. Es necesario conocer la verdad para
diferenciarla de la mentira, eso decía. Un hilo del que tirar. Respondía sin
miedo, porque aquello no era un examen. Era otra cosa, una especie de juego. Yo
entonces no lo sabía, claro. “Pues yo diría que quiere decir que el mundo no va
bien”.
Por primera
vez le miré a la cara. Sus ojos rezumaban agua. Como si toda aquella luz
artificial del hipermercado le hiciese daño en el iris. Tenía un pañuelo de
tela en la mano que se aplicaba bajo los párpados, dejando que se empapase.
Primero un ojo, luego el otro. Dejé de apoyar los brazos sobre el mango del
carrito y me incorporé. Fue como subir a un segundo piso.
–Hace años que
deseaba conocerte –me tendió su mano, huesuda y oscura, moteada de manchas–. Me
llamo Julián.
Mientras
aceptaba su apretón, tibio y firme, intentaba recordar si yo debía conocerlo a
él. No era demasiado mayor, no tanto como Noé. Parecía conocerme muy bien, como
si supiese mis secretos. Eso leía en su mirada. No, no recordaba a alguien así
en aquella casa de piedra. No recordaba ni siquiera aquella casa de piedra al
otro lado del aligustre. ¿Y qué había allí? ¿Qué había en su lugar? Nada. Allí
no había nada. Bueno, algo sí había. Había un pozo artesiano, con su brocal de
pedernal y su polea oxidada. ¿Y qué más? Había montones de tierra colmados por
todo tipo de hierbas. Y había árboles frutales, y gatos que ronroneaban por la
noche, y conejos de rabo blanco. Eso había al otro lado de la casa del abuelo
Noé o, al menos, eso era lo que yo
recordaba. Y es que hacía tanto tiempo que no volvía por allí. Me parecía
mentira, con todos aquellos años de felicidad vinculados a aquella tierra. ¿Y
por qué dejé de ir? La vida. Los estudios en la ciudad, la muerte, la huída,
Canadá, juventud, chicas, Ella, trabajos, Laura. Veinte años y todo aquello enterrado.
Hasta que te llaman y te dicen que el abuelo ha dejado de existir y tú lloras
porque le considerabas el mejor ser del planeta. ¿Y qué te importaba en
realidad? ¿Por qué no acudiste a él? ¿Por qué no te preocupaste cuando ya era
mayor y necesitaba tu ayuda? La vida. El
río de cada uno. Sin raíces, para el hombre es difícil ser un salmón.
Julián seguía
derramando lágrimas sin llorar. La mano derecha en el bolsillo y la izquierda
con el pañuelo de absorber océanos. Parecía buena gente. La chaqueta de pana,
desgastada y brillante, color trigo tostado, que no debía de quitarse. Una flor
en el ojal. A las doce, degustación de
galletas en el quiosco del pasillo central.
–Me estaba
preguntando… ¿hace mucho que conoció usted a mi abuelo?
Aquel ser de
ojos de mar y voz de soprano me sonrió por primera vez.
–Mucho. Pero
mucho menos de lo que me hubiese gustado.
Creo que los
dos queríamos hablar de lo mismo. A él también le había fascinado la figura de
Noé. No lo sabía, pero lo presentía. También se había convertido en adorador.
El abuelo, ferroviario de profesión y filósofo de la vida vocacional, tenía sus
adeptos. Cargué las botellas en el automóvil y acepté un café en aquel porche
de piedra, al otro lado del seto de aligustre, a veinte kilómetros, subiendo el
valle hasta el pie de las montañas.
Y brindo al Sol por la ilusión perdida, my friends, pero ahí queda eso que escribí hace tanto tiempo.
Bacø
2 comentarios:
Como me sigue gustando este libro, esos encuentros, esas tertuias, ese divagar y descubrir... Y como recuerdo aquel tiempo amable.
Besos
Recuerda, Ada, que la vida nos derrotará, pero nunca nos vencerá, porque seguiremos luchando intentado arrebatarle los momentos más felices. Mil besos y gracias
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