El escriba, de Robert y Shana ParkeHarrison

El escriba, de  Robert y Shana ParkeHarrison
"Un libro debería ser un hacha para romper el mar congelado en nuestro interior" "¿Por qué la gente del futuro se molestaría en leer el libro que escribes si no les habla personalmente, si no les ayuda a encontrar significado a su vida?" J.M. COETZEE ("VERANO")

14/11/07

LA CABRA o ¿Quién es Silvia?


¿Qué tiene esta obra, que días después todavía estoy conmocionado?
Pues, así, en resumen, lo tiene todo. Todo lo que puedo desear al acudir al teatro. La obra, en sí, es una maravilla de puesta en escena, de tensión en la acción, de presentación de situaciones y, sobre todo, de provocación con la vaga ilusión de despertarnos del letargo en el que vivimos. Pero, detrás de esa aparente provocación que consiste en presentarnos a un “humano” que satisface sus instintos sexuales con un “animal” (cosa que a tenor de la charla posterior a la visión de la obra, no es nada del otro mundo, y valgan ejemplos varios como: perritos cunilinguis, expertos en reptiles, pastores aburridos, Catalina la Grande y sus caballos, etcétera), detrás digo, aparece la verdadera trama: el drama de la soledad. Martín, en apariencia feliz padre, perfecto marido y en la cumbre de su profesión, se siente tan solo que sólo encuentra consuelo a esa soledad en los ojos color miel de una cabra. Un animal al que puso nombre, Silvia, y al que por un momento, pero de todo corazón, considera que ama, que lo ama hasta el punto de hacerle perder la razón. Y es más, lo necesita, sólo con ella se siente feliz, en las montañas silenciosas, sobre la hierba del prado, acariciando el pelo de esa cabra que le mira y mueve el hocico rumiando su irracionalidad. Y el descubrimiento de semejante relación no tiene otra consecuencia que el hundimiento de la Atlántida que hasta entonces, hasta esos 50 años recién cumplidos, ha sido su mundo. Y a todos confunde la relación, por un momento el hijo siente algo más que amor filial por el padre, por un momento el amigo hermana lealtad y traición, y por un momento la mujer se convierte en una verdadera asesina. Por un momento todo se confunde, pero la luz llega cuando alguien menciona que nada importa más allá del qué dirán, que si nadie fuera de las fronteras del hogar, se entera de la extraña relación, la extraña relación con Silvia no ha existido nunca. Para que veas, si no se publica en El Mundo, no existe; si no sale en los programas amarillos de la televisión, no tiene importancia. Así de cínica es la sociedad, así somos todos: unos bellos durmientes en el estado del bienestar.
Eso de la obra. Pero hay más, hay una extraordinaria, memorable, inconmensurable, apoteósica interpretación sobre las tablas del escenario del Tomás y Valiente. Todos se salen, todos bordean la perfección en la actuación, pero José María Pau y Amparo Pamplona, van más allá de lo perfecto para llegar a lo sublime: cada golpe de voz, cada silencio, cada gesto, cada movimiento en escena derrocha trance, pasión profesional, tablas. Asistimos a un ejercicio de usurpación de personalidad por parte del actor que, poseído, se nos muestra como “otro”, un ser escénico capaz de conmover almas, capaz de producir en el espectador un antes y un después de la visión de la obra, una catarsis del conocimiento, una especie de posesión benéfica que tiene como principal efecto el de limpiar de telarañas los rincones más olvidados de la conciencia, esa misma conciencia que nos diferencia a los “humanos” de los “animales”. Tremendo. Y todo desde el simple ejercicio de su profesión. Hasta límites insospechados para un profano en la materia. El camaleón debe mimetizarse con el medio si desea sobrevivir. La transmutación. Así nos lo confirmó el propio Pau a la salida del teatro: “Hay que adaptarse a la sala. En un teatro tan grande como éste, es necesario medir la duración de los silencios y la significación de los gestos para lograr llegar a todos”. Después de sus palabras, nada más se puede añadir.
Bueno sí… una cosa: Te seguiré siempre por esos escenarios en donde te vacíes, Maestro.

2 comentarios:

María Jesús Siva dijo...

La soledad, la tremenda soledad de muchos de nosotros remarcada en la figua de PAU, en la que algunos nos encontramos.
Las apariencias, el compaginar pefectamente lo que sentimos, con lo que queremos hacer ver que sentimos, las mentiras que nos recordamos diariamente a nosotros mismos, para seguir con ellas, para seguir sobreviviendo en la perfección de un mundo construido por y para nosotros y del cual huimos hace tiempo, lo malo es que siempre nos alcanza.
La devastadora soledad de la verdad.
Besos

Anónimo dijo...

Decididamente, me convertiré en sal. Dejaré que me lama la cabra. Que me mire con sus ojitos tiernos y saboree todo mi yo. También dejaré que lama mi soledad. Quién sabe, a lo mejor es eso lo que nos mueve a cometer actos extraños. A contarle a los taxistas nuestras vidas. Los secretos más inconfesables que jamás contaríamos a nuestros amigos. Y menos si son de toda la vida, como le pasó al protagonista de la obra. Moraleja: cuéntaselo a una cabra. Ella nunca lo haría.