Los pequeños placeres
Miguel Sanfeliu
Paréntesis Editorial, 2011
Miguel Sanfeliu
Paréntesis Editorial, 2011
Es el último libro de relatos que he leído y me ha parecido muy interesante. Parece mentira, pero los pequeños detalles son los que hacen que el mundo siga dando vueltas. Miguel Sanfeliu recoge en este libro historias definidas por esos pequeños, casi imperceptibles detalles en la vida, que provocan el cambio de la trama narrativa o su conclusión. El autor, amante del género breve, utiliza las armas del relato con precisión, enganchando al lector desde el principio de cada historia y soltándolo al final en una caída hacia lo desconocido. Quiero decir que no utiliza ese final rotundo, inapelable, sino que inocula en el lector el veneno retardado de tal manera que consigue hacerle pensar, indagar en la historia y anotar mentalmente ese giro de trama que marca un nuevo destino.
Algunas de las historias son memorables, construidas con la exactitud que todo el relato requería (tono narrativo, trama, ritmo, intensidad…), lo que demuestra su pericia narrativa.
Un libro, sin duda, recomendable.
El botón de muestra:
LA NIÑA
Me había refugiado de la lluvia e intentaba entrar en calor ante una taza de café, cerca de uno de los ventanales de la cafetería Ateneo. El local tenía el suelo cubierto de serrín y estaba abarrotado de gente. Multitud de paraguas y gabardinas lloraban en las perchas y en los respaldos de algunas sillas. El humo de los cigarros flotaba entre el calor y el barullo de las conversaciones. Había personas de todas clases, bebiendo y gesticulando, empujándose unos a otros, entrando y saliendo, pululando de aquí para allá, todos con la boca abierta y el pelo mojado.
Estaba mirando la puerta y, de repente, apareció un rostro extrañamente familiar. Al principio no pude recordar de qué le conocía, pero desvié la vista y deseé que no me viese, que no se me acercase. Hundí la mirada en la negra superficie del café. ¿Era un cliente de la oficina? ¿Coincidimos quizá en el hotel donde pasé mis últimas vacaciones? ¿Algún dependiente? ¿El amigo de algún amigo? Su rostro se me escapaba y volví a buscarlo entre la gente que se encontraba más próxima a la entrada, pero ya no estaba allí.
De pronto, una mano se posó en mi hombro y una voz carrasposa me hizo levantar la mirada y volar hasta los años de la infancia. Octavo curso, más o menos. Él se sentaba detrás de mí y le tiraba tizas a la profesora de música. Pegaba chicles en las sillas de las niñas. Daba patadas a diestro y siniestro cuando jugaba al fútbol. Se empeñaba en ser mi amigo a toda costa y me pedía que fuese testigo de cómo comía hormigas. Y mientras yo soñaba que rescataba de terribles peligros a Belinda, la niña de la primera fila de la que me había enamorado en secreto, él se preguntaba en voz alta si le habrían crecido las tetas tanto como su pompis pomposo.
—¡Hombre! ¡Arturo Contreras! —dijo a voz en grito— ¡Cuantos años sin vernos! ¿Cómo te va la vida?
Su tono era odiosamente jovial. Yo no conseguía recordar su nombre. Intenté sonreír y estreché su mano fría y mojada. Tenía menos pelo y había engordado. Iba vestido de persona mayor, aunque seguía conservando su mirada pícara e insana, su aire de enajenación, sus facciones escarpadas, su expresión maliciosa, falsamente desenfadada.
—¿Te importa que me siente?
Intenté forzar un gesto que denotara una aceptación indiferente, y debió salirme tan raro que lo mantuvo en vilo unos instantes hasta que, por fin, se desplomó en una silla frente a mí. Pidió enseguida un café, resopló, se frotó las manos y comenzó a hablar por los codos. Parecía recordar a la perfección a todos nuestros compañeros de clase, algo del todo imposible para mí, por muchos datos que me facilitase.
—Sí, hombre, si te tienes que acordar. Era uno gordito, pelirrojo, que se sentaba en la tercera fila, al lado de la pared. Pero ¿no te acuerdas? Era pecoso. ¡Le llamábamos Granel!
Ponía tanto entusiasmo que, en más de una ocasión me sentí obligado a mentirle porque, ante tantos datos, me daba vergüenza exhibir tan mala memoria.
—¡Ah, sí! ¡Ahora lo recuerdo! Uno gordito, pecoso y pelirrojo que se sentaba en la tercera fila, al lado de la pared. Sí, sí, ya lo recuerdo: Granel. ¿Qué ha sido de él?
Entonces mi interlocutor me contaba toda la historia que conocía, sin escatimar detalles, y disfrutaba con ello.
—Pues me lo encontré dirigiendo el tráfico. ¿Qué te parece? —se reía, y su risa chirriaba de un modo desagradable.
Acabó el café y pidió una copa bien grande de coñac. Estaba disfrutando, se le notaba. Su voz se convirtió en un martilleo inacabable. Me contó que Ricardo trabajaba en una fábrica de yogures; y Juanito, uno de la clase de al lado, era taxista.
—¿No lo has visto nunca? Yo me lo he encontrado tres veces. Está gordo como una vaca. A lo mejor lo has visto y no lo has reconocido, también podría ser. Por cierto, la última vez que lo vi me contó que Sergio, ¿lo recuerdas?, uno muy delgadito que era capaz de mover una sola oreja, pues me contó que Sergio se llama ahora Silvia, ¿qué te parece?
—Hay que ver la de vueltas que da la vida —dije, por decir algo.
A estas alturas decidió que le llenasen de nuevo la copa y se empeñó en invitarme a otra, a pesar de jurarle que no me gustaba el coñac.
—Te sentará de maravilla —dijo, poniéndomelo delante de las narices—. Es cosa de hombres —soltó una risotada. Sus mofletes habían ganado color, sus ojos brillaban.
Entonces se inclinó hacia delante, bajó el tono de voz y se dispuso a contarme lo que había de ser el plato fuerte de su conversación, su inconsciente meta desde el principio.
—¿Te acuerdas de la Niña del Pompis Pomposo: Belinda Nosecuántos?
—Belinda Swartz —dije.
A ella sí la recordaba, con toda claridad. Se sentaba en la primera fila y tenía el cabello dorado y largo y liso y los ojos azules y era delgada y andaba como si fuese capaz de levitar.
—¡Esa misma! Pues me la encontré la semana pasada. No vas a poder creer dónde.
Por las noches me dormía imaginando que la secuestraban unos piratas y yo la rescataba. Luchaba con los piratas, los mataba y la rescataba. Entonces ella se abrazaba a mí temblando de frío y de miedo.
—En la calle Poeta Querol. Ya sabes. La zona de las putas. ¿Qué te parece? Con lo modosita que era...
O un comando terrorista secuestraba el colegio y yo la cogía de la mano y conseguía sacarla de allí sana y salva, después de sortear múltiples peligros.
—Naturalmente, me la tiré. A pesar de su delgadez, te puedo decir que tenía un buen polvo. Ella al principio no me reconoció.
O el autobús que nos llevaba al colegio volcaba en una curva y ella quedaba aprisionada entre dos asientos y lloraba. Entonces yo la sacaba de allí por una de las ventanillas y luego salvaba a otros niños y ella me veía como a un héroe y me daba un beso en la mejilla: un beso suave y cálido.
—Cuando le hablé del colegio, ella pareció ruborizarse. Eso me excitó aún más ¿sabes? Le dije que en su nueva profesión también se merecía un sobresaliente porque me lo estaba pasando de fábula —reía—. ¿Recuerdas que era una niña que siempre sacaba muy buenas notas?
Y por la mañana me levantaba de un salto y anhelaba llegar pronto al colegio para verla de nuevo. En la hora del recreo la observaba embelesado mientras ella saltaba a la cuerda con las otras niñas y se reía y se le alborotaba su larga melena rubia y se le bajaban los calcetines.
—Ella apartó los ojos de un modo muy gracioso. Cuando terminé hablamos un poco y me contó que se había casado con un yonqui, Por su culpa ella también terminó enganchada a las drogas. El tipo la había abandonado y lo último que sabía de él es que andaba mendigando por las calles. Un dramón, chico. Le dije que volvería a verla, pero no la he vuelto a encontrar. Una pena.
El tiempo se había parado y ya no escuchaba los murmullos de la taberna, sólo veía a la gente gesticular; bocas abiertas y escandalizadas. Todo se había vuelto de color amarillo. Los cristales, empañados, impedían ver la calle. Mi copa de coñac estaba vacía. Mis ojos lloraban por dentro y humedecían la imagen de Belinda columpiándose en mi cerebro.
—Y dime —dijo de pronto—, ¿tú a qué te dedicas?
Le miré a los ojos con dureza y, tras un deliberado silencio, me incliné hacia delante. Él mantenía su estúpida sonrisa. Miré el reloj y le dije que me disculpase, que me estaban esperando. Pareció sorprendido. Sentí deseos de aplastarle la cabeza contra la mesa pero opté por ponerme en pie y salir de allí. Cuando llegué a la calle, la lluvia había perdido fuerza, aunque continuaba resultando molesta. La única diferencia es que ya no me importaba.
Otro relato del libro: El hombre invisible
No hay comentarios:
Publicar un comentario