EL LIBRO DE LAS MARAVILLAS
Fernando Clemot
Había aparcado muchas veces debajo del hospital, entre los inmensos pinos que cobijan los vehículos. Dejaba allí el coche para iniciar alguna de las rutas que recorren el valle de La Fuenfría. Sobre ese hospital había muchos rumores. Decían que después de la guerra fue utilizado para tratar a los tuberculosos, como el que había existido en La Barranca, ya destruido y del que solo queda una explanada sobre la que no crece ni la hierba. También decían que allí iban a aparar los desahuciados, que en un último gesto amable (quizá el único) de la sociedad, se les otorgaba la paz espiritual con la naturaleza.
Lo cierto es que yo aparcaba el coche y rodeaba aquel edificio, granítico, blanco y brillante, sin darle demasiada importancia, para subir a La Peñota o al Montón de Trigo, o iniciar la senda por la carretera de La República.
Años atrás un familiar anciano sufrió una caída y tuvieron que operarlo de las caderas y una rodilla. Al preguntar dónde estaba hospitalizado, me dijeron que en el hospital de Cercedilla. Lo primero que pensé es que no iba a sobrevivir. Con ese temor fui a visitarle.
Me encontré dentro del edificio de piedra, con grandes y soleadas galerías orientadas al sureste y coquetas habitaciones con ventanas desde las que casi se podía tocar el mar de pinos. Había muchos tullidos, mucho yeso y bastones metálicos y sillas de ruedas, pero no encontré moribundos. Recuerdo que empezaba la primavera y que aprovechaba las mañanas de los sábados porque con la excusa de ir a visitarle disfrutaba del sol tras esas cristaleras y leía tres o cuatro horas en un cómodo sillón llenándome doblemente de energía. Y recuerdo que me gustaba llegar a la cafetería temprano y tomar zumo y cruasán a la plancha mientras leía el periódico. Era como estar de vacaciones en un balneario de luz solar y de tranquilidad, pero como externo, sin derecho a cama.
En una ocasión aproveché para recorrer todas sus alas, y fue entonces cuando descubrí el pabellón de oncología. Sí, allí estaban los destinados a la muerte inmediata, pero aquello no era como yo lo había imaginado. No puedo decir que fuese algo lóbrego o triste, más bien todo lo contrario. Aquellos enfermos buscaban los rayos de sol como yo mismo lo hacía y meditaban con los ojos cerrados muy a sus adentros. Mirándolos caminar despacio, delgados, con sus camisones blancos y su piel clara bañada por la luz potente de primavera, pensé que me encontraba entre extraterrestres. Pero lo que más me impresionó fue la sensación de serenidad, de absoluta paz y entrega que se podía respirar en el ambiente. Y el respetuoso silencio de los conformados.
En un hospital parecido a éste sitúa Fernando Clemot a los protagonistas de El libro de las maravillas, y la lectura de la novela trasmite esa misma paz espiritual a pesar de las historias que narra.
C., el protagonista, desvela a frazadas su pasado, sobre todo en relación a las mujeres que han ocupado su vida, a la vez que escribe historias de viajes que le relatan el resto de enfermos. El resultado es una mixtura, un cuadro impresionista lleno de pinceladas cálidas y vigorosas, con el secreto de estar extraídas de muy adentro del ser humano, de estar pintadas utilizando humanidad. El libro de las maravillas nos inunda con imágenes e historias de vida, viajes al fondo del alma que recuperar del pecio de la muerte, como si esos recuerdos fuesen los tesoros más valiosos. La prosa pesada, contundente, que a Fernando Clemot le valió el Premio Setenil con sus Estancos del Chiado, se repite aquí como el marchamo lacrado que identifica al excelente escritor que es.
Fernando Clemot
Había aparcado muchas veces debajo del hospital, entre los inmensos pinos que cobijan los vehículos. Dejaba allí el coche para iniciar alguna de las rutas que recorren el valle de La Fuenfría. Sobre ese hospital había muchos rumores. Decían que después de la guerra fue utilizado para tratar a los tuberculosos, como el que había existido en La Barranca, ya destruido y del que solo queda una explanada sobre la que no crece ni la hierba. También decían que allí iban a aparar los desahuciados, que en un último gesto amable (quizá el único) de la sociedad, se les otorgaba la paz espiritual con la naturaleza.
Lo cierto es que yo aparcaba el coche y rodeaba aquel edificio, granítico, blanco y brillante, sin darle demasiada importancia, para subir a La Peñota o al Montón de Trigo, o iniciar la senda por la carretera de La República.
Años atrás un familiar anciano sufrió una caída y tuvieron que operarlo de las caderas y una rodilla. Al preguntar dónde estaba hospitalizado, me dijeron que en el hospital de Cercedilla. Lo primero que pensé es que no iba a sobrevivir. Con ese temor fui a visitarle.
Me encontré dentro del edificio de piedra, con grandes y soleadas galerías orientadas al sureste y coquetas habitaciones con ventanas desde las que casi se podía tocar el mar de pinos. Había muchos tullidos, mucho yeso y bastones metálicos y sillas de ruedas, pero no encontré moribundos. Recuerdo que empezaba la primavera y que aprovechaba las mañanas de los sábados porque con la excusa de ir a visitarle disfrutaba del sol tras esas cristaleras y leía tres o cuatro horas en un cómodo sillón llenándome doblemente de energía. Y recuerdo que me gustaba llegar a la cafetería temprano y tomar zumo y cruasán a la plancha mientras leía el periódico. Era como estar de vacaciones en un balneario de luz solar y de tranquilidad, pero como externo, sin derecho a cama.
En una ocasión aproveché para recorrer todas sus alas, y fue entonces cuando descubrí el pabellón de oncología. Sí, allí estaban los destinados a la muerte inmediata, pero aquello no era como yo lo había imaginado. No puedo decir que fuese algo lóbrego o triste, más bien todo lo contrario. Aquellos enfermos buscaban los rayos de sol como yo mismo lo hacía y meditaban con los ojos cerrados muy a sus adentros. Mirándolos caminar despacio, delgados, con sus camisones blancos y su piel clara bañada por la luz potente de primavera, pensé que me encontraba entre extraterrestres. Pero lo que más me impresionó fue la sensación de serenidad, de absoluta paz y entrega que se podía respirar en el ambiente. Y el respetuoso silencio de los conformados.
En un hospital parecido a éste sitúa Fernando Clemot a los protagonistas de El libro de las maravillas, y la lectura de la novela trasmite esa misma paz espiritual a pesar de las historias que narra.
C., el protagonista, desvela a frazadas su pasado, sobre todo en relación a las mujeres que han ocupado su vida, a la vez que escribe historias de viajes que le relatan el resto de enfermos. El resultado es una mixtura, un cuadro impresionista lleno de pinceladas cálidas y vigorosas, con el secreto de estar extraídas de muy adentro del ser humano, de estar pintadas utilizando humanidad. El libro de las maravillas nos inunda con imágenes e historias de vida, viajes al fondo del alma que recuperar del pecio de la muerte, como si esos recuerdos fuesen los tesoros más valiosos. La prosa pesada, contundente, que a Fernando Clemot le valió el Premio Setenil con sus Estancos del Chiado, se repite aquí como el marchamo lacrado que identifica al excelente escritor que es.
EL LIBRO DE LAS MARAVILLAS
Presentación en Madrid
Viernes 20 de enero
20:30 horas
TIPOS INFAMES
La mesa estará compuesta por
los editores Carola Morena y Pablo Mazo,
el poeta Pedro Luis Cano y el autor.
el poeta Pedro Luis Cano y el autor.
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