INSPIRACIÓN
Para Poli G. Navarro
Sancho Rodríguez es, según el anaquel con forma de pódium de la Casa del
Libro y las listas de las obras más vendidas de los diarios culturales del país,
un escritor de élite, uno de los escasos ejemplares de literatos que pueden
vivir cómodamente de la literatura. Cada nueva obra que presenta al editor es
objeto de tiradas de cientos de miles de ejemplares, cuenta con rendidos
admiradores que una y otra vez quieren leer sus historias (siempre la misma, ya
lo dice él) y, para no dejar nada al azar, la editorial invierte mucho dinero
en publicidad, en presentaciones por todo el mundo y en la búsqueda de reseñas
que capten a los indecisos. Además, sus libros salen al mercado en las fechas
estratégicas muy estudiadas.
Sancho Rodríguez echa la mirada atrás y claro, por supuesto, al
principio las cosas no eran así. Entonces recuerda, bueno, intenta recordar,
los inicios. Suele reírse, a carcajada limpia desde hace unos años, porque
vuelven a su cabeza los pájaros de entonces. Reír es una forma más de disimular
el miedo. Alguna vez se la levantado de su diván y ha buscado en su despacho
aquellas primeras piezas narrativas que nadie osó publicar, claro, que
coleccionaron todos los noes del mundo editorial, y que pretendían romper los
esquemas de la narrativa tradicional, dinamitar las letras, proyectar un futuro
desconocido. Esos manuscritos que más allá de la mirada poliédrica, de la
eliminación del tiempo en la narración, más allá de la deconstrucción
esquemática, de la glosa inventada, de la palabra recién parida, pretendían
orientar a una nueva dirección el mundo narrativo. Alguna vez ha pensado que,
ahora sí, era el momento de sacarlas a la luz, que ahora que su nombre está escrito
en calles y plazas de todo el mundo, que ahora que se le estudia en las
universidades, ahora sería el momento adecuado para lanzar aquellas propuestas
narrativas que todavía nadie se ha atrevido a lanzar. Pero algo se lo impide,
algo superior a él.
Entonces recuerda la primera novela (novela, porque lo demás no vende,
por lo menos no vende como la mayoría de editores quieren que se venda),
aquella historia que renegaba escribir porque constantemente acudía a su
cabeza. No parecía mala historia, de hecho, como se demostró con la
publicación, no lo era, pero a él no le apetecía escribir historias que se le
impusiesen, y menos una novela. Sí, aquella historia que volvía y volvía, su último
recuerdo al acostarse y su primer pensamiento al despertarse. Al final se
decidió a escribirla, solo para dejarla plasmada sobre el papel, con el íntimo
deseo de que no volviese más, de olvidarla. Lo hizo renunciando a unas sagradas
vacaciones de verano, el único mes de escritura que podía permitirse en el año,
como si fuese un exorcismo, engañándose y obviando aquellos otros escritos
criptográficos que eran lo que en verdad deseaba escribir, aquellos cuentos
fantásticos, casi surrealistas, trasgresores con todo lo que hasta ahora se
estaba escribiendo, aquellos relatos que en realidad enteramente escribía el
lector.
Las doscientas setenta páginas de la novela se fueron acumulando a la
derecha de su máquina de escribir. En esta ocasión parecía imponérsele la
estructura tradicional, el juego de tres historias paralelas que confluían al final
en un nudo de maroma. Él solo quería llegar al final, y escribía pensando en
eso, en poner un punto y dejar el resto del folio en blanco. Veintiocho días
estuvo así, agachado sobre la máquina, plasmando vicisitudes y sentimientos que
un demonio interior, hasta ahora desconocido pero perseverante, le dictaba. Y
claro que llegó ese día en el que el último folio reposaba sobre los demás.
La sensación fue extraña, no resultó el alivio que él pensaba que
resultaría, pero dio el asunto por zanjado. En su fuero interno, en su
pensamiento más escondido, sabía que aquello había sido un diezmo para evitar
levantarse cada mañana obsesionado con aquella historia tan manida y universal,
aquella historia de amor y de odio, de trasgresión familiar, de muertos
silenciados y de ejercicio arbitrario de poder, aquella historia que no
aportaba nada nuevo a la literatura, que detestaba porque en su fuero interno
sabía que era otra historia más que se olvidaría en unos años, eso si llegaba a
cuajar. Y con este sentimiento de saber que se había engañado con la pretensión
de calmar el espíritu inquietante y pesado que le dictó la narración, se acostó
aquella noche, convencido de que el sacrificio, casi un mes, la totalidad de
las vacaciones del año, el mes que más deseaba que llegase porque le permitía
lecturas de cientos de páginas, paseos inspiradores y escribir sin la presión
del sueño o sin la espada de que llegasen las siete de la mañana para volver a
trabajar en la oficina; de que ese sacrificio había valido la pena con tal de
que aquella narración que cada noche había acudido a su mente, con la que cada
mañana despertaba, aquella narración completamente escrita antes de plasmarse
sobre el papel, la olvidaría para siempre y jamás recordaría nada de ella.
Durmió toda la noche sin apenas moverse del sitio, sin las vueltas de
cama de antes, se sintió descansado cuando despertó, incluso esbozó una sonrisa
de triunfo al tener que ser él el que recordase que no había despertado
obsesionado por la historia, que había sido él el que la invocó con su
recuerdo. Tan solo un algo le hacía dudar, un algo que no sabía identificar muy
bien, que no podía precisar. Pero ese algo no le obsesionaba, no se le imponía
como la historia, y le permitió volver aquel día a los paseos y a las lecturas
y a las reconstrucciones, a las nuevas e inverosímiles propuestas literarias.
Aquella tarde, penúltima de vacaciones, logró escribir el relato al
revés que llevaba tantos años buscando. No se trataba de alterar el orden de
cuatro o cinco escenas, de anticipar el final y narrar la historia de atrás adelante.
Eso ya lo había conseguido en alguno de los relatos. Se trataba de escribir
línea a línea, frase a frase, palabra por palabra todo el relato, rebobinando
el carrete del sedal hasta que el plomo y el anzuelo quedasen arriba de la caña
con el gusano retorciéndose antes de ser lanzado al agua pero después de haber
sacado el pescado. Qué satisfacción la de Sancho Rodríguez, que alegría le
embargaba, lograr esto había compensado el sacrificio de aquella historia que
se le había impuesto sin él querer escribirla.
Al día siguiente, un día siempre triste el anterior a la vuelta al
trabajo para los que, como Sancho, no trabajaban en lo que querían, para los
que lo detestaban y preferían perderlo pensando en su mala suerte, al día
siguiente digo, el despertar fue más inquietante.
Ese algo de la noche anterior se instaló en su mente y empezó a cobrar
forma. Él se imaginó lo que estaba ocurriendo, pero no quiso dar crédito porque
significaba estar condenado, significaba que aquella pesadilla no tendría
final. Y así fue, Sancho Rodríguez estaba condenado a escribir novelas de
éxito, novelas y novelas, hasta su final.
Ríe el escritor con aquellos recuerdos de hace tantos años. Entonces
todo aquello le preocupaba. Pasaron los días de angustia y las visitas al
psicólogo, pasaron las noches insomnes y los intentos por luchar contra sí
mismo. Hasta que envió aquel manuscrito de novela, no a cualquier editorial, a
la más poderosa, porque algo interno, quizás el demonio dictador, le decía que
tenía que ser a la más poderosa, y recibió una carta preguntándole si tenía
algún manuscrito más. ¿Alguno más? Por entonces serían siete u ocho las
historias dictadas por aquella vulgar voz interior. Aquel espíritu interno que
tan sólo le permitía un día con su noche de descanso entre novela y novela. Envió
el resto de novelas manuscritas a la editorial y la respuesta fue una
invitación a una comida para discutir los términos de un contrato vitalicio.
Claro que se ríe ahora Sancho Rodríguez, porque nunca pensó que aquellas
historias noveladas fuesen a interesar a nadie, porque lo único que el público
podría conseguir con su lectura sería entretenerse, porque no había nada detrás
de esas historias, ningún secreto, ninguna trama escondida, nada que le
permitiese al lector participar activamente en su construcción.
Pero el baño de masas de lectores fue oceánico desde el comienzo.
También influyó, claro, el marketing diseñado al milímetro, la bestial campaña
de publicidad. Aún así, hasta los gerentes de la editorial estaban sorprendidos
porque aquello aseguraba una continuidad pocas veces lograda. Año tras año,
feria del libro tras feria del libro, no se apeaba del número uno. Y, cuando
comenzaron las traducciones, aquella locura se exportó de tal manera que en
todos los sitios requerían su presencia. El lanzamiento de un nuevo libro
significaba ocho meses de presentaciones, de firmas y coloquios, de cenas-entrevistas
y desayunos con la prensa. Luego llegaron los premios, los reconocimientos, las
invitaciones a participar como jurado en los más grandiosos certámenes
literarios y los actos a los que jamás pensaba que podría acudir.
Sancho Rodríguez recuerda muy bien aquella mañana, cuando dejó la
oficina para siempre, recuerda muy bien aquellos primeros días en el nuevo
ático con vistas sobre el Parque Central, recuerda mejor aún la boda con
aquella modelo que fue princesa del corazón, y recuerda con fervor aquella
primera ocasión que tuvo de mirar atrás y el vértigo que lo inundó. Recuerda
también, como una enfermedad crónica que siempre le acompañará, aquellas ganas
de narrar como nadie jamás lo había hecho, aquellos relatos que hubiesen
intentado cambiar concepciones narrativas anquilosadas, aquellas propuestas
literarias alternativas. Son pellizcos dolorosos que de vez en cuando le da esa
otra parte de su alma que no se vendió al diablo. De vez en cuando, en esos
días huérfanos que se permite entre novela y novela. Y ríe, porque ahora, no
sabría qué contar fuera de lo que le dicte esa voz interior y, sobre todo, no
sabría cómo hacerlo.
Porque reír es una forma más
de disimular
el miedo.
© Esteban Gutiérrez Gómez, 2009
P.S. Imagen de portada del polaco Zdzisław Beksínski
P.S. Imagen de portada del polaco Zdzisław Beksínski
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