El escriba, de Robert y Shana ParkeHarrison

El escriba, de  Robert y Shana ParkeHarrison
"Un libro debería ser un hacha para romper el mar congelado en nuestro interior" "¿Por qué la gente del futuro se molestaría en leer el libro que escribes si no les habla personalmente, si no les ayuda a encontrar significado a su vida?" J.M. COETZEE ("VERANO")

23/4/15

"Inspiración", un relato inédito como regalo para mis amigos/lectores este día de las letras de 2015



INSPIRACIÓN

Para Poli G. Navarro


Sancho Rodríguez es, según el anaquel con forma de pódium de la Casa del Libro y las listas de las obras más vendidas de los diarios culturales del país, un escritor de élite, uno de los escasos ejemplares de literatos que pueden vivir cómodamente de la literatura. Cada nueva obra que presenta al editor es objeto de tiradas de cientos de miles de ejemplares, cuenta con rendidos admiradores que una y otra vez quieren leer sus historias (siempre la misma, ya lo dice él) y, para no dejar nada al azar, la editorial invierte mucho dinero en publicidad, en presentaciones por todo el mundo y en la búsqueda de reseñas que capten a los indecisos. Además, sus libros salen al mercado en las fechas estratégicas muy estudiadas.

Sancho Rodríguez echa la mirada atrás y claro, por supuesto, al principio las cosas no eran así. Entonces recuerda, bueno, intenta recordar, los inicios. Suele reírse, a carcajada limpia desde hace unos años, porque vuelven a su cabeza los pájaros de entonces. Reír es una forma más de disimular el miedo. Alguna vez se la levantado de su diván y ha buscado en su despacho aquellas primeras piezas narrativas que nadie osó publicar, claro, que coleccionaron todos los noes del mundo editorial, y que pretendían romper los esquemas de la narrativa tradicional, dinamitar las letras, proyectar un futuro desconocido. Esos manuscritos que más allá de la mirada poliédrica, de la eliminación del tiempo en la narración, más allá de la deconstrucción esquemática, de la glosa inventada, de la palabra recién parida, pretendían orientar a una nueva dirección el mundo narrativo. Alguna vez ha pensado que, ahora sí, era el momento de sacarlas a la luz, que ahora que su nombre está escrito en calles y plazas de todo el mundo, que ahora que se le estudia en las universidades, ahora sería el momento adecuado para lanzar aquellas propuestas narrativas que todavía nadie se ha atrevido a lanzar. Pero algo se lo impide, algo superior a él.

Entonces recuerda la primera novela (novela, porque lo demás no vende, por lo menos no vende como la mayoría de editores quieren que se venda), aquella historia que renegaba escribir porque constantemente acudía a su cabeza. No parecía mala historia, de hecho, como se demostró con la publicación, no lo era, pero a él no le apetecía escribir historias que se le impusiesen, y menos una novela. Sí, aquella historia que volvía y volvía, su último recuerdo al acostarse y su primer pensamiento al despertarse. Al final se decidió a escribirla, solo para dejarla plasmada sobre el papel, con el íntimo deseo de que no volviese más, de olvidarla. Lo hizo renunciando a unas sagradas vacaciones de verano, el único mes de escritura que podía permitirse en el año, como si fuese un exorcismo, engañándose y obviando aquellos otros escritos criptográficos que eran lo que en verdad deseaba escribir, aquellos cuentos fantásticos, casi surrealistas, trasgresores con todo lo que hasta ahora se estaba escribiendo, aquellos relatos que en realidad enteramente escribía el lector.

Las doscientas setenta páginas de la novela se fueron acumulando a la derecha de su máquina de escribir. En esta ocasión parecía imponérsele la estructura tradicional, el juego de tres historias paralelas que confluían al final en un nudo de maroma. Él solo quería llegar al final, y escribía pensando en eso, en poner un punto y dejar el resto del folio en blanco. Veintiocho días estuvo así, agachado sobre la máquina, plasmando vicisitudes y sentimientos que un demonio interior, hasta ahora desconocido pero perseverante, le dictaba. Y claro que llegó ese día en el que el último folio reposaba sobre los demás.

La sensación fue extraña, no resultó el alivio que él pensaba que resultaría, pero dio el asunto por zanjado. En su fuero interno, en su pensamiento más escondido, sabía que aquello había sido un diezmo para evitar levantarse cada mañana obsesionado con aquella historia tan manida y universal, aquella historia de amor y de odio, de trasgresión familiar, de muertos silenciados y de ejercicio arbitrario de poder, aquella historia que no aportaba nada nuevo a la literatura, que detestaba porque en su fuero interno sabía que era otra historia más que se olvidaría en unos años, eso si llegaba a cuajar. Y con este sentimiento de saber que se había engañado con la pretensión de calmar el espíritu inquietante y pesado que le dictó la narración, se acostó aquella noche, convencido de que el sacrificio, casi un mes, la totalidad de las vacaciones del año, el mes que más deseaba que llegase porque le permitía lecturas de cientos de páginas, paseos inspiradores y escribir sin la presión del sueño o sin la espada de que llegasen las siete de la mañana para volver a trabajar en la oficina; de que ese sacrificio había valido la pena con tal de que aquella narración que cada noche había acudido a su mente, con la que cada mañana despertaba, aquella narración completamente escrita antes de plasmarse sobre el papel, la olvidaría para siempre y jamás recordaría nada de ella.

Durmió toda la noche sin apenas moverse del sitio, sin las vueltas de cama de antes, se sintió descansado cuando despertó, incluso esbozó una sonrisa de triunfo al tener que ser él el que recordase que no había despertado obsesionado por la historia, que había sido él el que la invocó con su recuerdo. Tan solo un algo le hacía dudar, un algo que no sabía identificar muy bien, que no podía precisar. Pero ese algo no le obsesionaba, no se le imponía como la historia, y le permitió volver aquel día a los paseos y a las lecturas y a las reconstrucciones, a las nuevas e inverosímiles propuestas literarias.

Aquella tarde, penúltima de vacaciones, logró escribir el relato al revés que llevaba tantos años buscando. No se trataba de alterar el orden de cuatro o cinco escenas, de anticipar el final y narrar la historia de atrás adelante. Eso ya lo había conseguido en alguno de los relatos. Se trataba de escribir línea a línea, frase a frase, palabra por palabra todo el relato, rebobinando el carrete del sedal hasta que el plomo y el anzuelo quedasen arriba de la caña con el gusano retorciéndose antes de ser lanzado al agua pero después de haber sacado el pescado. Qué satisfacción la de Sancho Rodríguez, que alegría le embargaba, lograr esto había compensado el sacrificio de aquella historia que se le había impuesto sin él querer escribirla.

Al día siguiente, un día siempre triste el anterior a la vuelta al trabajo para los que, como Sancho, no trabajaban en lo que querían, para los que lo detestaban y preferían perderlo pensando en su mala suerte, al día siguiente digo, el despertar fue más inquietante.
Ese algo de la noche anterior se instaló en su mente y empezó a cobrar forma. Él se imaginó lo que estaba ocurriendo, pero no quiso dar crédito porque significaba estar condenado, significaba que aquella pesadilla no tendría final. Y así fue, Sancho Rodríguez estaba condenado a escribir novelas de éxito, novelas y novelas, hasta su final.

Ríe el escritor con aquellos recuerdos de hace tantos años. Entonces todo aquello le preocupaba. Pasaron los días de angustia y las visitas al psicólogo, pasaron las noches insomnes y los intentos por luchar contra sí mismo. Hasta que envió aquel manuscrito de novela, no a cualquier editorial, a la más poderosa, porque algo interno, quizás el demonio dictador, le decía que tenía que ser a la más poderosa, y recibió una carta preguntándole si tenía algún manuscrito más. ¿Alguno más? Por entonces serían siete u ocho las historias dictadas por aquella vulgar voz interior. Aquel espíritu interno que tan sólo le permitía un día con su noche de descanso entre novela y novela. Envió el resto de novelas manuscritas a la editorial y la respuesta fue una invitación a una comida para discutir los términos de un contrato vitalicio. Claro que se ríe ahora Sancho Rodríguez, porque nunca pensó que aquellas historias noveladas fuesen a interesar a nadie, porque lo único que el público podría conseguir con su lectura sería entretenerse, porque no había nada detrás de esas historias, ningún secreto, ninguna trama escondida, nada que le permitiese al lector participar activamente en su construcción.

Pero el baño de masas de lectores fue oceánico desde el comienzo. También influyó, claro, el marketing diseñado al milímetro, la bestial campaña de publicidad. Aún así, hasta los gerentes de la editorial estaban sorprendidos porque aquello aseguraba una continuidad pocas veces lograda. Año tras año, feria del libro tras feria del libro, no se apeaba del número uno. Y, cuando comenzaron las traducciones, aquella locura se exportó de tal manera que en todos los sitios requerían su presencia. El lanzamiento de un nuevo libro significaba ocho meses de presentaciones, de firmas y coloquios, de cenas-entrevistas y desayunos con la prensa. Luego llegaron los premios, los reconocimientos, las invitaciones a participar como jurado en los más grandiosos certámenes literarios y los actos a los que jamás pensaba que podría acudir.

Sancho Rodríguez recuerda muy bien aquella mañana, cuando dejó la oficina para siempre, recuerda muy bien aquellos primeros días en el nuevo ático con vistas sobre el Parque Central, recuerda mejor aún la boda con aquella modelo que fue princesa del corazón, y recuerda con fervor aquella primera ocasión que tuvo de mirar atrás y el vértigo que lo inundó. Recuerda también, como una enfermedad crónica que siempre le acompañará, aquellas ganas de narrar como nadie jamás lo había hecho, aquellos relatos que hubiesen intentado cambiar concepciones narrativas anquilosadas, aquellas propuestas literarias alternativas. Son pellizcos dolorosos que de vez en cuando le da esa otra parte de su alma que no se vendió al diablo. De vez en cuando, en esos días huérfanos que se permite entre novela y novela. Y ríe, porque ahora, no sabría qué contar fuera de lo que le dicte esa voz interior y, sobre todo, no sabría cómo hacerlo.

Porque reír es una forma más 
de disimular 
el miedo.

© Esteban Gutiérrez Gómez, 2009
P.S. Imagen de portada del polaco Zdzisław Beksínski

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