Estáis invitados al degüelle.
Presentación de Te amo, destrúyeme, el nuevo libro de micro relatos de Ana Grandal, en el que la autora reflexiona con breves historias sobre lo que es el amor.
El amor, ese extraño y poderoso sentimiento capaz de arruinar o divinizar a las personas.
Os dejo con un cuento de Mi marido es un mueble que habla en su favor, a pesar de la heroína que alimenta la sangre de la protagonista:
Solo quiero que
no vuelva
a pedirme
perdón
La niña me observa. Arroja
una piedra para emborronar el agua y vuelve a mirarme. Se ríe viendo en el estanque
cómo la cabeza se me deforma, cómo la ondas concéntricas me disuelven y dejo de
ser yo. Para de reír cuando desaparezco, cuando el cuerpo ya no zigzaguea y
todo se confunde en curvas de colores. Me alejo escondiéndome tras el tronco de
los árboles, esperando que me busque a su alrededor, posando un poquito de
desamparo en su corazón y otro poquito de misterio en su alma, pero ha visto
pájaros y nuestro juego se ha acabado. Me alejo hasta perderme fuera del
parque, volviendo a la selva de ladrillos y cristal, de coches con prisas y
carreras de obstáculos por la acera. Llevo en mi memoria algo de otoño, un
arrastrar de hojas secas como escamas crujientes de colores que me han
empolvado los zapatos; el olor a claustro de la rosaleda, el sonido del correr
de las fuentes, la última luz antes del anochecer.
Ha
estado aquí.
No digo nada. Para qué
contestar. Habrá venido a por sus cosas, las pocas que dejó. Me encojo de
hombros.
Quería
hablar contigo.
¿Conmigo? ¿Hablar? No
recuerdo cuánto hace que decidimos no escucharnos. Seguramente coincidiría con
el momento en que comenzaron los reproches, y luego las miradas brillantes de
ira, y las voces soeces más tarde, hasta llegar al silencio, al castigo de la
indiferencia, de la más absoluta pasividad en nuestra relación. Algo parecido a
la línea recta del electrocardiograma que certifica la defunción.
No consigo concentrarme en la
lectura de Sergio Pitol. Una y otra vez me pierdo y regreso al estanque, me
introduzco en la mirada de la niña y siento el desamparo. Una y otra vez busco
no sé qué. Cierro el libro, cojo la guitarra acústica que ella me ayudó a
reparar y rasgo las cuerdas aceradas en busca de un tono ideal. Enseguida
acuden a mis labios, en cascada, formando un murmullo, las primeras palabras.
Quiero decir ojos y digo luna; quiero decir tierra y digo pasión; quiero hablar
de tristeza y echo aire por la nariz. Procuro escribirlo como lo siento: con
profunda melancolía.
Está
aquí otra vez.
No quiero verla. Se lo digo
con la mirada. Ya para qué.
Por
lo menos díselo tú. Ten valor para eso.
Es verdad. Por lo menos
debería ser yo el que le dijese que no quiero hablar más. Pero no puedo.
Tampoco me dijo nada ella cuando desapareció. Ya para qué. Para gastar saliva,
para rompernos más el corazón, para derramar lágrimas y acentuar las arrugas de
la frente, para espesar el silencio y convertirlo en una masa alquitranada que
se aloja dentro del pecho e impide respirar.
No
puedes dejarlo así, después de tantos años. Díselo.
Para mirarnos como si nos
reflejásemos en espejos rotos, con ojos diferentes, desconfiados; para recordar
deudas que entierran todos los mundos felices, para acechar el miedo al frío
glacial de la soledad, para castigarnos el alma con vacíos de querer.
Para
arreglaros. Todavía es posible. Lo estáis deseando. Díselo.
Para no tener que enterrar
nada más en el abismo de los recuerdos indeseables, para no tener que volver a
maldecir, para no sufrir, para no volverme loco, para dejar de pensar en dejar
de vivir.
Pasa...
ahí lo tienes, tocando la guitarra, murmurando palabras de amor,
sonríe. Las madres, siempre
comprenden.
Os
dejo solos.
Para iluminarme por dentro,
para darme la vida, para hacerme sentir el ser más feliz, para llevarme de
nuevo al Paraíso, para hacerme creer importante, para querer despertar cada
mañana con alegría...
No habla, no dice nada. Se
sienta en el rincón, sobre el puf marroquí, y baja la cabeza. Parece que va a
llorar. Sí, su cuerpo tiembla. Solloza en silencio, aspirando los mocos aguados
por la nariz. Otra vez tiene los brazos marcados y costras en el cuello, junto
a la yugular. Otra vez le vienen los temblores. Otra vez la mirada perdida y su
ausencia. Ese juego de animales se ha repetido y ha vuelto a ganar el más
grande, el huracán del que beben sus venas desde antes de conocerla.
Pasa el tiempo, despacio,
dentro de la habitación. He suspirado profundamente sin darme cuenta. Me
levanto, cierro la ventana que me separa de la noche y cubro con uno de mis
jerséis su extremada delgadez. La beso en la frente con todo el amor que soy
capaz de transmitir, la rodeo con los brazos y la estrecho contra mi pecho para
darle calor. Quiero hablar pero no puedo, no me salen las palabras. Cierro los
ojos. Solo pido que no vuelva a pedirme perdón.
Que las aguas se calmen, que
dejen aquietarse su imagen desdibujada, que el mundo deje de girar solo en una
dirección, que la gravedad no nos obligue a arrastrarnos por el suelo, que los
corazones grandes no sufran, que la noche proteja a todos, que todos podamos
tener una nueva oportunidad, que solo pierdan los que quieran competir.
Solo eso,
y que no pida perdón
jamás.
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