SOLSTICIO DE INVIERNO
Estábamos casi todos. Chusa y Nora con las viandas y las velas de olor,
los nenes echando carreras alrededor de la cama y Alfredo y yo mirando los álbumes
de fotografías. Rosa ya no veía, pero parecía escuchar nuestros comentarios ¿Te acordás de ésta, de cuando Tonin ganó el
torneo de bicicleta? ¿Vos viste la pinta que tenés acá? Y el peque Rober siempre
cogido a sus faldas. Ella intentaba sonreír, seguro, una casi imperceptible
media mueca de sonrisa, un pequeño abultamiento en las arrugas de la comisura
de sus labios. Pusimos opera en la gramola y cantamos juntos “La bella
bendición”, como a Rosa le gustaba, para empezar el solsticio antes de que se
ocultase el sol. Vinieron Marga y la otra chica del hospital, les dijimos lo de
la fiesta y no se extrañaron porque qué
bonito pibes, qué bonito, y
trajeron guantes de goma para inflar, para hacer dragones a los nenes. También
Picu y Barto llegaron con sus zapatazos de medio metro y sus trajes de color, guau, guau, ¿sabés quién se ha comido al perro? ¿Te has comido
al perro? Es que era un perro salchicha, guau, guau, la punta de goma
encarnada en la nariz y coloretes en la cara, cartero y barrendero que en sus
ratos libres reparten sonrisas por las camas del hospital. Y recordamos las
fiestas en la pradera, y los asados de tira bajo las estrellas, y la fogata con
los trastos viejos, porque anotá deseos y
echálos al fuego purificador, y el traje de Lolita de Bienve y jugar con el
polvo de las hormigas.
Se veía cómo se apagaba, cómo se iba consumiendo. No poco a poco, muy
deprisa. Y la música que no dejaba de sonar y los berridos de los nenes váyanse por favor, arrugas en la frente de
Rosa que dicen que no, que se queden, que son vida. Y llegó la noche, y
prendimos la pira en el patio. Estoy seguro de que llegó a sentir el calor, a oír
el chasquido de los leños. Estoy seguro de que todavía esperaba.
El peque Rober llegó con las brasas, cuando el rojo candente hacía guiñar
los ojos. Un silencio cómplice del mundo anunció su inminente aparición. Y ella
lo supo, siempre presagiaba cuándo iba a llegar. Abrió los párpados con fuerza,
sus ojos velados nada veían, pero sabía que había llegado. Y así fue, incluso
los nenes callaron en sus gritos de indios alrededor de la hoguera. Nos saludó
con la mirada cansada, tres horas de carro y vuelo desde Luján, se metió dentro
y fuimos tras él.
Roberto se arrodilló junto a la cama y puso la mano sobre la frente de
Rosa. Ella tembló ligeramente, un instante. Todos nos colocamos alrededor, observando
cómo él la acariciaba con la
mirada. De nuevo volvió el temblor, más fuerte, y Rosa abrió
la boca como para respirar. Entonces Roberto se inclinó sobre ella y susurrando
se lo dijo ¿Te querés ir ya? Ella
cerró los parpados muy lentamente y luego los apretó con un gesto cansado. Fue
entonces, cuando ya estábamos todos, cuando Roberto pronunció aquella frase tan
maravillosa que jamás habíamos oído pronunciar a un hijo con tanto amor: Pues entonces vete, princesa.
© Esteban Gutiérrez Gómez, 2009
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