Recupero uno de los cuentos de El Laberinto de Noé.
La gran noticia es que en primavera de 2015 por fin se publicará uno de mis libros de relatos.
El primero de una trilogía.
Como un canto rodado
No conocí a mi
padre. Se marchó de casa cuando era pequeño. Ella decía: “Aquel cabrón dijo que
iba a echar gasolina al coche, y no regresó. Hijoputa”. Así que, al principio,
mi padre era para mí el diablo. Ella no se cansaba de montar el espectáculo a
todos los que llegaban a casa agarrados de su cadera. Ponía voz de niña
traviesa y me susurraba: “Chiquí, dile al tío
Tal o Cual, cómo era papá”. Y yo decía: “El puto diablo”. Y ellos reían a
carcajadas antes de meterse a jadear a la habitación. Luego no. Luego se va uno
dando cuenta de las cosas y lo que piensa es que no sabe cómo pudo mi padre
casarse con alguien como mi madre. Ya ve. Cosas de la vida. No, gracias, no
fumo. Donde vaya me irá bien. Yo tardé también poco en marcharme de allí. A la
primera hostia que me soltó uno de aquellos tíos.
Tenía pretensiones de apoderamiento del hogar. Mamá parecía soportarlo. Le
quemé el coche y desaparecí. Luego me dio por pensar. Tenía la obsesión de
conocer a mi padre. De alguna manera me identificaba con él. Oí a alguien en la
cantina decir que lo había visto en Barcelona, que había montado un negocio.
Seguí su rastro, pero Barcelona es muy grande para ir preguntando por uno de
Vallecas que hace quince años llegó allí y montó no sé qué. Pero, sabe, la vida
te sorprende. Conocí a una chica que trabajaba en la Seguridad Social. A los
tres meses de vivir juntos me preguntó por mi familia. Yo no sé mentir. Me dijo
que con el nombre completo podría sacar alguna información de Catty, el
ordenador central del I.N.S.S. Salió que sí: autónomo, sector hostelería,
Balmes 13. Nos acercamos allí. Era un restaurante. Parecía pequeño, pero era
precioso, con una puerta metálica como de submarino, con su manivela y todo, y
dos ojos de buey de latón centelleante por ventanas. No me atreví a entrar ese
día. Por las tardes, a la salida del trabajo en una imprenta, procuraba caminar
por las calles de Barcelona. Ya sabe, me gusta deambular por ahí. Mis pies me
llevaban siempre allí. Me quedaba observando en la acera de enfrente. Parecía
un sitio familiar, de barrio, normal. Sólo comidas y cenas. No debía de haber
barra de bar. Alguna vez quise ver algo por el cristal de aquellos aros
dorados, pero ninguno de los hombres que vi me pareció que podría ser mi padre.
Un día, a media mañana me entregaron un sobre con una nota: estaba despedido.
Con la liquidación en el bolsillo, mis
pasos me llevaron de nuevo ante aquella puerta acorazada. No lo pensé más y
entré. Me senté al fondo, en una mesa junto a una pecera enorme que hacía de
biombo. Estaba llena de peces de colores con reflejos plateados y de plantas
que se mecían con el aleteo de los peces. Diez o doce mesas. Alguna pareja
comiendo. Un camarero me entregó la carta. La especialidad de la casa eran los
arroces (mínimo dos personas). Pedí un arroz a banda para dos, y una botella de
espumoso bien fría. Cuando se acercó el camarero con la bebida, le pregunté por
él. Me miró extrañado, como si fuese imposible que yo le conociese de algo.
“Vendrá más tarde”, me dijo. Devoré aquel arroz, y pedí otra botella de
espumoso. Volví a preguntar al camarero. Me dijo que todavía no había venido.
Dos cafés y un güisqui más tarde, una pantera dorada se acercó hasta mí. Que si
era yo el que había preguntado por el dueño del local, me dijo aquel cuerpo de
escándalo. Cuando le dije que sí me miró haciéndome una radiografía. “¿Por qué
quieres hablar con él?”. Le dije a aquella amazona que no era su problema, que
se trataba de algo personal. “En tal caso”, me dijo, “no puedo ayudarle. Murió
hace algún tiempo”. Me quedé perplejo. No lo podía creer. Ella debió observar
mi turbación. Volvió a preguntarme por el motivo de mi búsqueda, esta vez
dulcificando la voz. Tenía los ojos centelleantes y unas pestañas negras y
largas, como las muñecas. Tenía la piel morena de rayos uva y los pómulos
sonrosados, como las muñecas. Tenía unos enormes pendientes con zarcillos de
oro y filigranas de fruta tropical, como las muñecas. Tenía una boca grande y
muy pintada, de un rojo bestial, como las muñecas. Y tenía nuez. Soy su hijo,
susurré espantado, intentando digerir lo que me llegaba a la cabeza. Sonrió. Yo
soy tu padre, dijo. Y él, ahora ella, me abrazó. Así son las cosas, la vida no
deja de sorprenderte. No, gracias, no fumo. Aquella misma noche cogí un tren
hacia Europa. No, no huía de mi padre, no estaba escandalizado, simplemente
busqué otro objetivo en mi vida. Estuve tres años vagabundeando hasta que
llegué aquí. Me gustó. Julie, digo. Nos casamos un mes después de conocernos.
Ya ve, casado. Yo era el primer sorprendido. Sentía que algo en mi interior se
había calmado en aquella casa junto al Donau, frente al tren de la Ragetzky
Platz. Algo de paz en mi espíritu inquieto. La serenidad del hogar. Alguna vez
pensé volver a España. Incluso tenía el teléfono del restaurante, pero sentía
que el hilo que me había unido allí ya no existía. Lo que pasa es que no sirvo
para el sedentarismo. No va conmigo. Estos días de invierno, ya sabe, la noche
a media tarde, la gente en sus casas. Recogí a los chicos en la clase de
natación. La calle estaba desierta. Se oía el eco de nuestras pisadas. Los dejé
en casa. Julie estaba preparando algo de cena. “Voy a dar una vuelta”, le dije.
Y comencé a andar, como en algunas ocasiones, por Viena. Aquel autobús ponía
“sígueme” bajo el dibujo de un cometa amarillo. Se estaba a gusto dentro. La
ciudad se perdía tras de mí, todas aquellas luces naranjas, abajo, en el valle.
El bosque olía de un modo especial. Un rumor interno acudía a mi cerebro, una inquietud efervescente, algo
primitivo. La vida es así, sabe. Sí, aquí está bien. Gracias. Oiga, aquella
carretera, ¿adónde lleva? Bueno, déjelo, en realidad, no me preocupa en
absoluto dónde ir. Siempre he pensado que no se trata de llegar, sino de hacer
el camino.
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