El escriba, de Robert y Shana ParkeHarrison

El escriba, de  Robert y Shana ParkeHarrison
"Un libro debería ser un hacha para romper el mar congelado en nuestro interior" "¿Por qué la gente del futuro se molestaría en leer el libro que escribes si no les habla personalmente, si no les ayuda a encontrar significado a su vida?" J.M. COETZEE ("VERANO")

25/2/13

"El Laberinto de Noé", una de recuerdos




El 22 de febrero de 2007 entregué al editor la primera versión de El laberinto de Noé. Llevaba por título Pinball, porque se trataba de jugar con los 32 textos que conformaban la narración. Del flipper a las dianas, a las gomas, a las luces; por los pasillos, consiguiendo avances antes de que la máquina se traguase la bola.

Como la vida misma. Tú no eres el que juega a la máquina, eres la bola con la que juegan.

32 relatos cortos unidos por una narración más larga, una novela que iba hilando los textos.

Una novela que comenzaba así:


UN GALEÓN
EN UN MAR ESMERALDA



–Si te quieres matar bebiendo, por lo menos que sea con algo de calidad.
Eso me dijo, y dejó en el carrito de la compra una botella de Cardhu. Ni levanté la mirada. Me limité a admirar aquel vidrio ambarino de contornos redondeados. Contrastaba bien con las otras diez botellas verdes. Un galeón en un mar esmeralda. Magnífico.
Sabía quién era. Lo veía cada tarde, al otro lado del seto de aligustre. Él con su lectura, y yo con mi vaso. Los dos mirando más allá de lo que parecíamos mirar. Colocaba la hamaca bajo la higuera y se introducía en otro mundo. Horas y horas, hasta que el sol dejaba de calentar. Entonces, recogía la hamaca y subía al porche a contemplar el anochecer. En ese momento nuestras miradas se unían. También más allá. La mía, vagabunda y errada, desdibujada y nostálgica, sólo encontraba consuelo con aquel último rayo de luz.
Se precisaba con urgencia cambio para la caja siete. Eso fue lo que me sacó de la ensoñación. Él seguía allí. Mirándome casi con ternura.
–No creo que tu abuelo estuviese muy orgulloso de ti en estos momentos.
Yo tampoco lo creía. Pero me daba lo mismo. Había defraudado a todo el mundo y, sobre todo, me había defraudado a mí mismo. Opté por el camino fácil. No tengo más remedio que reconocerlo. Quitarme de en medio de todo aquel espanto. Una licencia de tres meses en el trabajo. Huir de la ciudad. Refugiarme en la casa de mi infancia. Rodearme de recuerdos atrasados para empezar de nuevo. Otra vida. Volver allí donde había equivocado el camino de mi vida. Buscar otra senda, más afín conmigo mismo. Volver a empezar. Así lo había decidido. Otra vida. Llevaba un mes en el pueblo y no había hecho más que beber. Como si me intentase anestesiar para extirparme la amargura. Dormir mi mundo. Supongo que para tener valor de suturar aquella herida en el alma. Pero era despertarme y buscar qué beber para volver a dormir. Ni siquiera había limpiado la casa. Ni siquiera la habitación en la que caía derrotado cada noche. Ni siquiera me asqueaba el olor a jugos estomacales revertidos, a piel mudada, a basura y derrota. Todo alrededor me daba lo mismo. Un galeón en el mar esmeralda.
–“Será su propio Dios”. Así acababa Noé sus muchos monólogos sobre su nieto.
Intentaba recordar. Sí, algo activaba esa frase en mi cerebro. Algo poderoso. Sí, ya me acordaba. Aquellos desayunos en la garita de madera, junto a los rieles del tren y el cambio de vía. Todavía no había amanecido. Yo salía de la casa y llevaba la tartera con la tortilla de patata recién cocinada. Todavía no había amanecido y yo salía de la casa. Cruzaba el campo, los hierbajos y las pajas que me llegaban al pecho, por la senda que cada día trazaba el abuelo. El camino diario. ¿Quién puede decir que, allí dónde nada existía, en medio del campo, una hilera de tierra como una cicatriz ha nacido de sus pies? Sólo las personas con decisión trazan nuevos caminos. Sólo ellas ven lo que nadie más ve. Sí, sólo existía esa vereda, esa minúscula senda junto a la tapia. Lo demás era selva. Iba con miedo. Sí, los ruidos del campo en la noche. Los grillos con su eterno frotar de los élitros. Con su repentina mudez al acercarme. Era como si el mar de ruidos se abriese a mi paso. Cesaban los trinos de los pájaros madrugadores, las pisadas indefinibles de los gatos o de los animales escondidos en la maleza, el roer de las ratas. Primero algo de miedo. Después no. Después me sentía enorme. Me iba agrandando al llegar al otro lado del campo. Entonces ya divisaba el perfil oscuro del resto de casas. Estaba a punto de lograrlo. La travesía. De un continente a otro. Y la tartera caliente en mis manos. El olor a comida deliciosa. A veces, incluso me atrevía a correr por aquella estrecha senda. A veces, incluso a cerrar los ojos caminando. Alguna vez gritando, cuando ya estaba a punto de salir del campo, ¡lo conseguí!
Luego se lo contaba al abuelo. Mientras comíamos esa tortilla y veíamos amanecer sobre aquel campo que parecía mucho más pequeño con la luz. Más pacífico. Menos acechante. Un mar dorado en calma. Le decía que parecía que las hierbas se apartaban a mi paso, que los animales callaban y que una extraña sensación de seguridad me inundaba. Entonces me lo decía. “Hijo, tú serás tu propio Dios”.
–Sí, eso decía…–Mantenimiento, pase por el almacén. Sección de electrodomésticos, le están esperando. Hoy aproveche nuestras ofertas del día– Como puede usted ver, estaba equivocado.
Ni siquiera pensé lo que dije. Un segundo después, sí. Confesé que era un pelele, un fracasado. Ya lo había aceptado. Eso habían significado mis palabras. “Asumo que no valgo para nada”. A continuación podía ponerme a llorar. O podía abrir una botella y beber allí mismo. O podía volver a perder la mirada en otras realidades. O podía mirarle a los ojos y entregarle parte de mi lástima por mí mismo. Su voz me sacó de la espiral.
–Estás confundido. Es lógico. Ya deberías saber que en este mundo no hay ganadores. Ni uno sólo. –Su poderosa voz de locutor, de dios terrenal me envolvía–. Ni siquiera todos esos que ahora aparecen en la televisión con sonrisa de perlas y cara de triunfo. Ni los diez primeros en la lista de milmillonarios. Te puedo asegurar que las cosas son así y, lo que es peor, que este mundo no tiene remedio. Ya lo dijo Cervantes con todo su Quijote hace cuatrocientos años. Así opinábamos también tu abuelo y yo.
Sí, era verdad. El viejo Noé no se cansaba de decirlo. Ya era sabio cuando yo era niño. Me miraba con sus ojos azules dentro del alma, y buscaba el momento oportuno para poner la larva. El Quijote, sí, su evangelio. Lo abría y leía con su voz de maestro un párrafo que había seleccionado. Lo volvía a leer, con exactamente la misma entonación, para que lo comprendiese. Luego me preguntaba ¿qué te parece? Nada. No me entero de nada, me daban ganas de decir, como en las clases de matemáticas de la escuela. Pero el abuelo se merecía ir más allá. Otro esfuerzo. Le pedía el libro, forrado con papel de periódico, manoseado, incluso con restos de grasa de las palancas del cambio de vía. Leía despacio. Intentaba comprenderlo. Y respondía con sinceridad. Es necesario conocer la verdad para diferenciarla de la mentira, eso decía. Un hilo del que tirar. Respondía sin miedo, porque aquello no era un examen. Era otra cosa, una especie de juego. Yo entonces no lo sabía, claro. “Pues yo diría que quiere decir que el mundo no va bien”.
Por primera vez le miré a la cara. Sus ojos rezumaban agua. Como si toda aquella luz artificial del hipermercado le hiciese daño en el iris. Tenía un pañuelo de tela en la mano que se aplicaba bajo los párpados, dejando que se empapase. Primero un ojo, luego el otro. Dejé de apoyar los brazos sobre el mango del carrito y me incorporé. Fue como subir a un segundo piso.
–Hace años que deseaba conocerte –me tendió su mano, huesuda y oscura, moteada de manchas–. Me llamo Julián.
Mientras aceptaba su apretón, tibio y firme, intentaba recordar si yo debía conocerlo a él. No era demasiado mayor, no tanto como Noé. Parecía conocerme muy bien, como si supiese mis secretos. Eso leía en su mirada. No, no recordaba a alguien así en aquella casa de piedra. No recordaba ni siquiera aquella casa de piedra al otro lado del aligustre. ¿Y qué había allí? ¿Qué había en su lugar? Nada. Allí no había nada. Bueno, algo sí había. Había un pozo artesiano, con su brocal de pedernal y su polea oxidada. ¿Y qué más? Había montones de tierra colmados por todo tipo de hierbas. Y había árboles frutales, y gatos que ronroneaban por la noche, y conejos de rabo blanco. Eso había al otro lado de la casa del abuelo Noé o, al  menos, eso era lo que yo recordaba. Y es que hacía tanto tiempo que no volvía por allí. Me parecía mentira, con todos aquellos años de felicidad vinculados a aquella tierra. ¿Y por qué dejé de ir? La vida. Los estudios en la ciudad, la muerte, la huída, Canadá, juventud, chicas, Ella, trabajos, Laura. Veinte años y todo aquello enterrado. Hasta que te llaman y te dicen que el abuelo ha dejado de existir y tú lloras porque le considerabas el mejor ser del planeta. ¿Y qué te importaba en realidad? ¿Por qué no acudiste a él? ¿Por qué no te preocupaste cuando ya era mayor y necesitaba  tu ayuda? La vida. El río de cada uno. Sin raíces, para el hombre es difícil ser un salmón.
Julián seguía derramando lágrimas sin llorar. La mano derecha en el bolsillo y la izquierda con el pañuelo de absorber océanos. Parecía buena gente. La chaqueta de pana, desgastada y brillante, color trigo tostado, que no debía de quitarse. Una flor en el ojal. A las doce, degustación de galletas en el quiosco del pasillo central.
–Me estaba preguntando… ¿hace mucho que conoció usted a mi abuelo?
Aquel ser de ojos de mar y voz de soprano me sonrió por primera vez.
–Mucho. Pero mucho menos de lo que me hubiese gustado.
Creo que los dos queríamos hablar de lo mismo. A él también le había fascinado la figura de Noé. No lo sabía, pero lo presentía. También se había convertido en adorador. El abuelo, ferroviario de profesión y filósofo de la vida vocacional, tenía sus adeptos. Cargué las botellas en el automóvil y acepté un café en aquel porche de piedra, al otro lado del seto de aligustre, a veinte kilómetros, subiendo el valle hasta el pie de las montañas.


Y brindo al Sol por la ilusión perdida, my friends, pero ahí queda eso que escribí hace tanto tiempo.

Bacø

2 comentarios:

María Jesús Siva dijo...

Como me sigue gustando este libro, esos encuentros, esas tertuias, ese divagar y descubrir... Y como recuerdo aquel tiempo amable.
Besos

Baco dijo...

Recuerda, Ada, que la vida nos derrotará, pero nunca nos vencerá, porque seguiremos luchando intentado arrebatarle los momentos más felices. Mil besos y gracias