Nora:
Estoy ahora mismo recostado sobre un muro de granito que parece tener millones de años. Acaricio sus vetas irregulares y adivino el norte cuando siento en la punta de mis dedos las costras de líquenes y un musgo húmedo. Cerca de aquí, bajo unas escaleras abovedadas, truena una gaita como un himno al poder del espíritu en homenaje a
Liam O’Flynn. Las aristas del campanario de la catedral de Santiago se recortan contra un cielo rosado que anuncia el final del día. Ya falta menos para que tañan las ocho y yo, ya ves, me siento feliz.
Hace unas horas que llegué. He cumplido con todos los ritos en tu honor y le he hablado a Santiago de ti. “Tú no lo sabes”, le he susurrado al abrazarle, “pero ella te adora, aunque le cueste trabajo”.
Después recordé, Norita, todas tus palabras pronunciadas con ése pegadizo deje porteño que nunca te abandonará aunque lleves treinta años fuera de la Argentina:
“¿Vos nunca lo apostás todo?”, dijiste como diciendo que me marchara si ése era mi deseo, que no necesitabas ya mis cuidados y estabas harta de mis lamentos de amigo malherido por desamor.
“Lleváte ya ese saquito viejo y cambiálo por otro”, añadiste refiriéndote a mi torturada alma.
Te diré Norita que al principio no traía espíritu de aventura y no permití contagiarme del ánimo del peregrino. Te diré que pasados dos días, mientras yo maldecía mi decisión a cada paso que daba, ellos me enseñaron a curar las ampollas de los pies y a ungírmelos con
vicks vaporub cada mañana antes de colocarme los calcetines para evitar heridas. Y siempre sonriendo. Te diré que conocí a Carlitos Piña, masajista vocacional y experto en destripar latas en conserva selladas con ira, que me mostró que era capaz de sacarme diez centímetros hacia afuera el tendón en el talón del pié como si fuese la cuerda de una guitarra mientras me realizaba una autopsia de mi anterior vida y me convencía, como tú, de que lo que me esperaba era mucho mejor de lo vivido. Y sí, Nora, solté lastre al final y sentí caer y hundirse aquel pez de plomo que se atravesaba en la garganta y me ahogaba. Y lo vi reposar como un pecio en el fondo de una grieta dónde debe dormir el olvido.
Norita, no lo creerás pero hablaba con la gente, sentía su calor y me emocionaba de nuevo cuando nos ayudábamos unos a otros y nos dábamos ánimos en muchos momentos en los que el camino se hacía duro: si aparecía la lluvia violenta o si el aire nos vencía y caminábamos ladeados o cuando un calambre nos hacía parecer vencidos. Pensaba y los pensamientos ya no eran dardos de hiel. Poco a poco me di cuenta de que volvía a confiar en las personas, ya conoces mi fe, mi única fe en la humanidad, y mi alma se iba llenando otra vez de luz.
Por entonces ya había dejado los llanos, y los pámpanos de hoja nueva ribeteada en granate y, tras Cebreiro, aparecieron los bosques tupidos de entre la niebla de cada mañana y los verdines y musgos como los que ahora acaricio.
No sé cómo explicarte, sería, sí, igual que arreglar un carburador dañado. Lula, Bocho, Corín y muchos más nos cruzábamos cada día, cada uno andaba a su ritmo y nos veíamos, o no, a la tarde en los albergues para lamer nuestras heridas y contarnos las aventuras. Luego reíamos porque en realidad sabíamos que estábamos compartiendo una experiencia única. ¡Qué poca cosa somos, Norita, y nos creemos el ombligo del mundo! Una noche les canté, con aquella voz telúrica que solía poner Babá,
acordáte, la historia de los “niños ortigas”, aquellos a los que nadie quería porque no sabían cómo tratarlos, y me hicieron entender que no estaba solo.
Me dio pena, no creas, cuando a primera hora de la tarde divisé éstas torres de la catedral. Me acordé de todos, uno por uno, de todos los que conocí en estos días. Me acorde de ti y revisé la saca. Estaba llena otra vez, Norita, de ilusión y de buen ánimo, con ganas de arriesgar de nuevo.
Ya en Compostela me dejé llevar por los ríos de gente que caminaban por los adoquines siempre abrillantados por la lluvia. Antes de entrar en el caso antiguo, apartándome unos metros a la derecha de la línea ambarina, visité el
“Museo do poblo galego”. Yo primero con los hombres, ya me conoces. Ya dentro de las piedras de la ciudad antigua mis pasos se desviaron de nuevo como atraídos por un poder sobrenatural y me llevaron a “Casa Troya”, construida sobre las ruinas celtas origen de Santiago de Compostela, según me dijeron. Había oído hablar de sus historias de estudiantes y tunantes. Bonito, Norita: su cuadra, sus habitaciones de pudientes y parias, el ático-cocina de la hospedera. Bonito, Norita, pero tenías que verla: morenita como una virgen mexicana, con su pelo azabache divido en dos coletas largas y sus ojazos verdes llenos de misterio. Me dijo que me iba a enseñarme la casa, y me dejé guiar. Hablaba en un susurro sólo para mí, me miraba y, cuando nuestros ojos se cruzaban, sonreía con ellos. Me habló de las cintas de las capas de los tunos y del porqué de los cubiertos de madera, de las historias de estudiantes de aquel tiempo, de los objetos curiosos que se exponían. Y yo mudo. Me enseñó un paraguas muy antiguo, me habló de sus varillas que estaban hechas de barbas de ballena, me dejó que alargase mi mano hacia ellas y probase su flexibilidad y cuando las iba a acariciar, apenas un instante antes, dijo: “no se pueden tocar”, y volvió a sonreír con la mirada mostrando una hermosura maligna. Bonito, Norita, como dos centellas verdes que se clavaron dentro de mí y decidí arriesgar, Nora, otra vez exponer mi corazón, y me oí decir: “¿No me enseñarías también ésta ciudad?”, y me dijo que sí, que salía a las ocho y que la fuera a buscar. Y yo loco.
¿Lo ves?, ya estoy otra vez con lo mío, dándole vueltas a la cabeza. Pero no me olvidé de tu encargo, ya te contaré, del posamano, de los golpes en la frente y del abrazo, que ya le dije que era por ti, para que tus piernas aguantasen unos años más antes de dejar de sentir. Te cogí una estampa que llené de sellos de paso y una concha sin sabor a mar pero que desprende el aroma secreto de los bosques de eucaliptos.
¿
Sabés Norita?, mientras empezaba a escribir esta carta, justo antes de dejar de ocultarse el sol por entre el tejado de la catedral, me pareció vislumbrar un rayo de luz verde que me recordó sus ojos esmeraldas. Un rayo de luz que me cegó por un instante, como si hubiese visto el fuego de San Telmo, ése que tú dices que viste una vez, sobre el horizonte del mar de piedra. Quizá sea la señal que siempre he estado buscando, pienso, quizá he tenido que recorrer éste camino para encontrarla, como si fuese un rey mago de Oriente y me dejase guiar por la luz de una flecha amarilla que busca mi alma para llenarla de paz. No sé. Y
vos, Norita, de verdad
¿que pensás? 