
Una de las grandes noticias del año es la publicación de un
libro de microrrelatos de alguno de los narradores de lo breve a los que admiro
como Manu Espada o Miguel Ángel Zapata. Lo de MAZ provoca asombro. La lectura
de cada uno de las minificciones de este “Voces para un tímpano muerto” provoca
una explosión en el cerebro, por lo menos en el mío, incapaz de imaginar tanta creatividad, tanto juego, tanta fantasía.
Con los libros de mirorrelatos de MAZ hago lo mismo que con
los libros de antología poética de autores de los que he leído todo: una píldora
al día, generalmente por la noche, antes de ir a dormir, para rezumar a gusto
el texto, para saborearlo y rumiarlo hasta quedarme dormido, para despertarme
con él en la cabeza con ganas de volver a leerlo.
La lectura de este “Voces para un tímpano muerto”, por ejemplo, ha durado más de un mes. Nunca un libro tan breve alargó tanto mi disfrute.
“Voces para un tímpano muerto” ha sido publicado por
Talentura, en la suicida apuesta de su editor, Mariano Zurdo, por la narrativa breve. Imprudente locura que, sin embargo, me
hace inmensamente feliz.
El botón de muestra:
Texto VI de la "Sinfonía para un amor bizarro en diez movimientos y una breve coda"
Hambriento, devoro la corteza más lejana del cosmos, los límites del
universo, su perfil orlado de quásares, supernovas, esquirlas de mundos
perdidos. Engullo con ansia los gases incandescentes de galaxias y estrellas
enanas, la superficie rocosa de los asteroides, la estela de algún cometa, tres
anillos de Saturno como aros de cebolla para cíclopes, el postre en plato hondo
de la Luna en cuarto menguante.
Hambriento aún, me llevo a la boca el sorbete gélido de los casquetes
polares, los mares con su botín de peces, las costas de cada continente como
bordes de una crema catalana. Mastico las fronteras difíciles de los Balcanes,
el crocanti místico del Himalaya, la sorpresa animal de las selvas tropicales,
las sales digestivas del Sahara, Atacama o Sonora.
Aún con hambre, mordisqueo la ensalada hipocalórica de los bosques que
cercan tu ciudad, los arrabales de tu infancia, los parques que te vieron besar
o correr o reír. Colmo mi estómago con el bocado de tu profesora de pilates, el
gerente de tu banco, tus padres, la antropofagia dulce de tu hermanita y la
carne de tu gato Milú. Degusto en mi lengua las paredes de tu casa, los muebles
que guardan tu ropa, tu cama aún deshecha, nuestras fotos de boda, tu
pintalabios favorito, el tampón que se oculta ruboroso en la papelera de tu
baño.
Y ahora que nos miramos a los ojos, por vez primera en tanto tiempo,
como si nada más hubiese en el mundo excepto tú y yo, ahora que me ofreces
compartir un bocado de esa tarta de cerezas que tanto me gustaba, ésa que tus
manos olvidaron hornear hace siglos, ahora que me siento saciado y no cabe en
mí un solo átomo más de nada, ahora que la desgana de una infame gula que acabó
por colmarse termina venciéndome, ahora que jugueteas con la cuchara en la
mano, cruel como una niña en un trono, ahora, sí, sólo puedo tenderme a tus
pies, náufrago agotado en la orilla, esperando que la marea de los jugos
gástricos dentro de mí haga su trabajo y yo pueda, finalmente, culminar el mío.