
Por entonces, la habitación de
Rafa era nuestro cuartel general. Estaba anocheciendo y había hecho un bochorno tremendo durante todo el día. Cuando el sol dejó de pasear su lengua ardiente por la fachada de la casa, abrimos la ventana para poder respirar. Entonces fue cuando le vimos. A pesar de ser agosto, llevaba su cazadora de piel negra, despellejada, que le estaba algo estrecha de hombros y le daba un aspecto
gansino; y, a pesar de ser casi de noche, también llevaba sus gafas de sol, oscuras y grandes. Sus señas de identidad.
Pasó bajo la ventana, con ese andar vacilón e inconfundible, y el cigarro encendido en boca. Un instante después, desde el piso de enfrente, una joven voz femenina predicaba blasfemias en el viento.
Rafa y yo nos miramos. Debía de hacer mucho tiempo desde la última vez. Ella trabajaba cerca, en un taller de confección, y era bonita aunque estuviese chutada. Pero había logrado salir de aquello, y
Pepe, también. La voz continuaba con sus quejas e insultos. Bueno, quizás él no. Un instante después,
Pepe Risi, guitarrista y lider de
Burning, salió al balcón de la casa, justo frente a nosotros, encendió un cigarro, dió una calada larga y profunda, y nos miró detrás de aquellas gafas oscuras encogiéndose de hombros.
No sabía yo que unos meses después, un 24 de diciembre, volveríamos juntos, abrazados, compartiendo soledad.

Sí, fue por aquella época cuando empecé a trabajar en la radio, haciendo
El Búho y
El Fugitivo, y fue por entonces cuando gastaba las tardes pateando los locales de ensayo de las bandas de rock. Conocí a
Carlos Pina, cantante de
Panzer, y a menudo me dejaba caer por su covacha en el Barrio de Bilbao. Aquella tarde
Juan Leal, el guitarra de la formación inicial, dejaba el grupo y daba paso a un chaval tan joven como yo, que movía los dedos sobre el mástil de la guitarra con destreza de mecanógrafa y jugaba con las cuerdas cerca del traste como nunca antes lo había visto hacer. Se llamaba (se seguirá llamando, digo yo)
Suso.
El caso es que aquella última tarde ensayo del año 1984 en el local había caras largas, y los trallazos de
Suso, absolutamente impactantes desde mi entender, muy a lo
Gary Moore, no eran considerados.
Decidieron dejarlo pronto por esas cosas de que era Nochebuena, pero en realidad esa tarde no había
sentimiento(feeling, you now) y subimos al bar de arriba. También la conversación estaba espesa, y el tiempo transcurría despacio hasta que
Juan decidió marcharse. Abrazos y algunos ojos pulidos por la sal. Pero se podía respirar. Entonces, como para enjugar la despedida, el dueño de aquel bareto sacó un barreño lleno de un liquido ambarino y extraño.
–Es agua de valencia.
En mi puta vida había oído yo hablar del agua de valencia.
–Lleva champaña.
Carlos fue el primero en meter la jarrilla que aquel hombre puso sobre el mostrador delante de cada uno. Luego fui yo.
Aquello estaba de muerte. Comenzaron a irse los nervios y afloraron las primeras risas.
Rafa, el batería de
Panzer, empezó con los chascarrillos y comenzó el descojone.
En las primeras risas, como llamado por ellas,
Pepe Risi apareció por la puerta de aquel garito con su andar
simiesco, su cazadora de cuero negro de siempre y sus enormes gafas de sol. Abrazos de los compañeros de carretera, compañeros rockeros, y presentación de Suso y mía.
No me reconoció.
Aquel agua de valencia, del que el dueño del bar había hecho varios litros, empezaba a escasear, y ya sonaba la taza cada vez que la introducíamos rascando el fondo de la cuba.
Por entonces todo eran gritos y risas y el humo azul comenzó a envolvernos y aquello prometió más cuando aquel malabarista de los cócteles (no recuerdo su nombre, ni el del bar) bajó la reja y dejó entrar sólo a los colegas melenudos de los locales de abajo.
No eran muchos. Era la noche de nochebuena y ya estaba anocheciendo. Hubo alguna que otra canción a pelo, y se desenfundaron algunas guitarras. Rafa baqueteó sobre las mesas, y todos cantamos hurras al R&R.
Comenzó la despedida (
Huuuuuuuuuuuuuyeeeee perro viejo) pero yo ya no sabía ni el día que era, ni mucho menos la hora.
–Nos vemos, nos vemos.
–Qué os jodan, curitas. No hay navidades en el Rock...
Yo cantaba (
Esto es un atraco, nena, / ya no ocurrirá jamás / si éste sale me retiro, / venga, dámelo ya…), y
Suso y
Pepe hacían armonías con la guitarra. Me di la vuelta buscando ayuda vocal, y allí ya no quedaba nadie. El dueño del bar iba colocando las sillas sobre las mesas sin hacer ruido, como si no quisiese molestarnos, como si temiese que nosotros también nos marchásemos.
Suso enfundó la guitarra y se despidió.
Nos quedamos
Pepe Risi y yo. Nos miramos.
–¿Vas para el barrio? –le pregunté.
–¿Qué barrio? –me dijo a modo de respuesta subiéndose las gafas de sol que resbalaban sobre la nariz porque tenía la cara, como yo, empapada en sudor.
–A La Elipa, tío, que somos vecinos.
Salimos a la noche con los cigarros colgados de la comisura de los labios y la mirada vidriada. Más que nada por intuición, o porque en esos momentos soy capaz de todo, le agarré del hombro y él del mío y caminamos como centauros, cuatro patas y una sola cabeza, me figuro que haciendo eses y apoyándonos en las fachadas de las casas. Caminábamos en silencio, más que por no tener cosas que decir, porque no podíamos ni hablar.
Era de noche, hacía frío y no se veía a nadie por la calle. De algunas de las viviendas se desprendían luces de colores y de algunas otras provenían sonidos amortiguados de fiesta.
Pepe y yo nos contentábamos con exhalar el vaho por nuestras narices para saber que estábamos vivos.
Dos o tres meadas después, alguna fumada de plata y un buen puñado de letras susurradas como si el pensamiento se nos saliese por la boca, dimos con la subida a San Marcelo. Uno de los dos dijo algo de intentar encontrar un local para tomar la penúltima. Pero ninguno nos lo creímos de verdad.