
Como siempre, cogen algunos cigarrillos de la pitillera del tío Antonio antes de bajar al baile. Llevan sus chaquetas ajustadas de grandes solapas y botones brillantes, los pantalones de campana con ribete satinado que están de moda y sus botas camperas relucientes. Parecen mayores. Corren alocados, por el empedrado que les lleva a la Plaza, como los danzantes zancudos de las fiestas de la Virgen de agosto. Unos metros antes de llegar, cuando todavía no los baña la luz amarillenta ni el olor a fritanga, guardan el sofoco, peinan sus cabellos grasientos y encienden los Camel sin boquilla regalados. Con un guiño de ojos se dan el visto bueno. Esta vez sí, parecen quererse decir.
Aquello es un colmado de risas y voces. Nubes grises de polvo y tabaco fundidas en niebla de fiesta. Al fondo, sobre el entarimado, apenas se escucha la música de la orquestina de Lucas. Dos, tres sorbos de aguardiente, para abrillantar la mirada, para mear la timidez. Buscan al resto de mozos y, sin despegarse, como lobos en manada, recorren el baile en busca de centellas de ojos verdes, de cuerpos apretados y perfumados, de volúmenes notables de mujer. Codazos como timbres. Avisos de cazador.
Quietos, que están ahí.
Las muchachas, arracimadas en una esquina del escenario, fingen no mirar. Ellos, devoran con los ojos, sin disimular su hambre inexperta.
Que si bailas.
Que tú qué te has creído.
Que sólo me creo lo que me dicen tus párpados de faisán.
Que ja, ja, si ahora resulta que saben hablar finolis.
Que tremenda pena la mía.
Que otra vez será, repeinao.
Que cuándo es eso.
Que dentro de unos años, cuando te salgan los dientes, lobito.
La orquestina de Lucas descansa. Trasquilados dos horas después encienden el último pito, ya sin entusiasmo, con los músculos relajados y sin tener que tragarse el humo. Camino del cerro miran atrás al resurgir las melodías de Lucas. Desde allí la plaza semeja un resplandor ahumado, un tanque de aceite hirviendo, una nebulosa de luz. Siguen caminando con la cabeza gacha. Frente a ellos, un abismo negro les devuelve a la realidad del rebaño de animales, de monte y cuadra. Al llegar al puente, al otro lado del cerro, la luna se asoma tiñéndolo todo de un raso azulado. Uno primero y luego el otro, a cantazos con la luna, con su reflejo en el agua, como borrando las sonrisas de ésas que se divertían despreciándolos. Uno primero y luego el otro, hasta la salida del sol.
¿Tú crees qué...?
Sí.
Uno primero y luego el otro, hasta la próxima noche de sábado, hasta volver a jugar a ser mayor, hasta que una de ellas se deje coger y se acabe todo.